
Asamblea de Noboa: Al nuevo país lo gobierna Julio César | Por Roberto Aguilar
Poniendo patas arriba los principios del Derecho, la Asamblea Nacional de Noboa diseña los despotismos del futuro
Primero, las formas: hay que ver la audacia con que la Asamblea del nuevo país, convertida bajo la presidencia de Niels Olsen en un apéndice del Ejecutivo, atropella los procedimientos, impone arbitrariamente los caprichos de la mayoría y crea peligrosos precedentes.
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Echan abajo una terna, la del Consejo de la Judicatura, nombrada un mes atrás por la legislatura anterior, para cambiarla por otra que sea del agrado del gobierno y le garantice el control de ese organismo, indispensable para cualquier proyecto de concentración del poder.
En el proceso, Niels Olsen aduce que pueden hacerlo porque no está prohibido. “En derecho público -despacha con una soltura inverosímil- se hace lo que está escrito, y no existe prohibición para rectificar esta votación”.
Delirante confusión en la que el principio fundamental del derecho público muta en su opuesto exacto: es en el derecho privado en el que se puede hacer todo aquello que no está prohibido, precisamente porque en derecho público no se puede hacer sino lo expresamente permitido. Lapsus, ignorancia o mala fe de Olsen, el hecho es que la argumentación pasó por válida, lo que habilitaría a cualquier mayoría parlamentaria a revisar cualquier decisión en cualquier momento. Así avanza la Asamblea del nuevo Ecuador: poniendo patas arriba los principios del Derecho.
Introducen, por ejemplo, reformas al código penal en leyes económicas urgentes. Y cuando se les pregunta dónde quedó el mandato constitucional de la unidad de materia salen con que eso sólo cuenta para el momento de calificar el proyecto de ley, y que una vez calificado pueden hacer con él lo que les venga en gana. ¿De dónde sacan semejante disparate? De ningún lado, se lo inventan. Y, otra vez, el argumento pasa por válido.
O bloquean un intento de fiscalización a los contratos eléctricos (el caso Progen) con el pretexto de que alguna vez, hace algunos meses, algún asambleísta de alguna otra comisión pidió, a algún ministerio, alguna información sobre el asunto; y que, por tanto (extrapolación absurda de la ley legislativa), a esa comisión le corresponde la asignación oficial y exclusiva para fiscalizar esos contratos. Otra cosa es que esa comisión (que es la de Transparencia y Participación Ciudadana, que preside la atolondrada Diana Jácome), no esté interesada en fiscalizar un cuerno en estos precisos momentos.
En consecuencia, un proceso de control político queda bloqueado porque hace meses alguien pidió información a un ministerio. Y el argumento, por tercera vez, pasa por válido.
Las verdaderas aberraciones en la Asamblea de Olsen
Todas estas barbaridades quedan como precedentes para provecho de futuros gobernantes autoritarios pero no dejan de ser cuestiones de mero procedimiento, es decir, de forma. Las verdaderas aberraciones se cocinan en el fondo de las leyes que están aprobando. La ley de Inteligencia y aquella que hicieron pasar por económica urgente y bautizaron “de Solidaridad”, crean un espacio extrajudicial que garantiza la impunidad del Estado a cuenta de la guerra contra los grupos de delincuencia organizada.
Desesperado ante la crisis de violencia y crimen más dramática de su historia, el país quiere ver en ellas una solución a sus miedos, de ahí que gran parte de la opinión pública las apruebe. Sin embargo, basta con leerlas por fuera de ese contexto (imaginarlas, por ejemplo, en manos de un Rafael Correa, un Nicolás Maduro o un Daniel Ortega) para entenderlas como lo que son: peligrosas herramientas de despotismo, control social, censura y concentración de poder que ya se quisiera tener para sí cualquier tirano.
Se entrega al presidente de la República la facultad de declarar conflicto armado sin necesidad de cumplir con ninguno de los criterios establecidos por el derecho internacional y sin tener que someterse a ningún tipo de control constitucional o político.
Es decir: declarar la guerra por su exclusiva voluntad y de acuerdo con su exclusivo criterio. Este conflicto armado autoriza a policías y militares a usar fuerza letal en contextos en los que normalmente les estaría prohibido y con un amplio margen de impunidad garantizada por el Ejecutivo.
Un marco permisivo para abusos de las fuerzas del orden
El nuevo marco legal es tan permisivo con los excesos de la fuerza pública que hasta los militares que secuestraron a los cuatro niños asesinados de Las Malvinas (es decir, se los llevaron sin cumplir con ningún protocolo y, según sus propios testimonios, los torturaron y los abandonaron desnudos a 40 kilómetros de sus casas, en el punto exacto por donde luego pasaron los mafiosos que los buscaban para matarlos), esos militares, 11 de ellos, ahora se sienten alentados a exigir su libertad y dicen que, de acuerdo con las nuevas leyes, su detención (¡la suya!) fue “ilegal y arbitraria”.

Se inventa la figura del “indulto diferido” para policías y militares, que el presidente podrá conceder aún antes de que exista una sentencia. Se autoriza a la fuerza pública a realizar allanamientos sin orden judicial. Se autoriza a los organismos de inteligencia del Estado a espiar a personas sin orden judicial y sin propósito judicial alguno. Se impone a las operadoras telefónicas la obligación de entregar a los organismos de inteligencia cualquier información que éstos requieran sobre un usuario, su ubicación en tiempo real, sus conversaciones, lo que sea, sin orden judicial y sin propósito judicial alguno.
Se convierte a todos los organismos del Estado y a todas las personas naturales y jurídicas, es decir, a todo el mundo, en “organismos de apoyo” de los servicios de inteligencia, y se les obliga (se nos obliga) a entregarles cualquier información que requieran, aunque fuera confidencial, en el plazo de 48 horas. Esto significa que, si los servicios de inteligencia así lo exigen, sin orden judicial y sin propósito judicial alguno, los fiscales deberán entregarles el contenido de sus indagaciones previas; los abogados, los expedientes de sus clientes; los médicos, la historia clínica de sus pacientes; los periodistas, la identidad de sus fuentes… Tal como está escrita la ley de Inteligencia, ni el secreto de confesión está a salvo de la vigilancia del Estado.
El oficialismo y su defensa de las leyes de Noboa
Inés Alarcón, la oficialista que defendió esta ley en el Pleno de la Asamblea, jura que el gobierno no la utilizará de esa manera. Como si la política fuera una iglesia, lo que Inés Alarcón pide al país es un acto de fe: simplemente, hay que creer. Además, dice, “el texto contempla el respeto a los derechos humanos” (como si una ley que no lo hiciera estuviera autorizada para violarlos). Y cita el artículo 7: “Las instituciones integrantes del Sistema Nacional de Inteligencia no estarán facultadas para utilizar información, producir inteligencia o almacenar datos que vulneren los principios constitucionales y la ley”.
Si esto es así, ¿por qué todo lo que esa misma ley contempla sobre la utilización de información, la producción de inteligencia y el almacenamiento de datos, se sitúa en un espacio extrajudicial donde no se requiere autorización de ningún juez y donde todas esas cosas se hacen sin relación con proceso judicial alguno, es decir: por fuera de “los principios constitucionales y de la ley”?
Gran hallazgo legislativo del nuevo país: basta con incluir en cualquier ley un artículo en el que se profese respeto y se comprometa protección por la Constitución y los derechos humanos para que todos los demás artículos puedan dedicarse a violarlos libremente.
Aun asumiendo el acto de fe que propone Alarcón, aun aceptando la muy improbable hipótesis de que este gobierno (cuyo actual jefe de inteligencia, Michele Sensi-Contugi, viene directamente del ministerio de la política) no utilizará la inteligencia con fines políticos, es decir, para acumular poder, ¿quién nos puede garantizar de lo que hará el próximo?
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