
Chef Jérôme Monteillet, más que francés un nativo de Ecuador
Hiperactivo, tosudo, malhablado y francote, aunque diga lo contrario, el trabajo duro y disciplinado es lo que lo define
Hasta la fecha, no encuentro lugar ni nombre que se le compare, y eso incluye fuera o dentro del país. Dícese pertenecer a la vieja escuela, mientras repudia a aquellos que se autocalifican de chefs cuando no saben manejar ni administrar una cocina. Mientras tanto, su restaurante, ubicado en una zona central de Quito, va por más de 20 años, firme, con clientes que no conceden menos calidad culinaria.
A sus 56 años, ir tras su historia es seguir descubriendo más, aun no siendo mi primera entrevista con Jérôme. Y aunque debo decir que algo me decepcionó no recibir ni un solo cariño de sus innumerables destrezas culinarias, me sorprendió un Jérôme de otro nivel, más asentado en todo sentido, dispuesto a la entrevista irreverente que de plano le pedí, con la verdad cruda y sin aderezo alguno.
Chef, no por elección
Las primeras nociones culinarias las recibió en casa, de la mano de su abuela, en Landas, una provincia pequeña en el sur de Francia. Proveniente de una familia burguesa, resultó el díscolo que optó por migrar y ser cocinero de oficio (su hermano menor es un banquero de carrera en París).
No obstante, el patriarca familiar -eminente doctor de la región- acabó dándole la bendición con una sola condición: “En mi familia nunca ha habido vagos y tú no vas a ser el primero”, dictaminó el abuelo, con una palabra que era regla. Así aterrizó Jérôme en el hotel Oro Verde en Guayaquil, de la mano de Pepe Antón (+) quien le dio una mano como nadie. “Fue como un abuelo para mí”.
Pero volvamos al origen de la historia, cuando desde pequeño, Jérôme soñaba con ser antropólogo, pero en la escuela de curas donde se educó, el pronóstico fue reservado, casi fatalista. Cumplidos los 13, se anunció que el joven era nulo en los estudios -cuando la dislexia y TDAH (Trastorno por Déficit de Atención e Hiperactividad) no contaban-. La única vía era instruirse en un oficio que salvara el austero panorama.
Desde entonces aprendió a ser cocinero, por deber, y porque no tuvo más elección. Tres años después, el chef con quien se formó -que tenía una estrella Michelin-, lo envió directo al agitado mundo de la gastronomía parisina: “En esos tiempos tú no decidías nada, hacías lo que te decían hacer”.
El vuelco fue drástico: de una provincia de no más de 30 mil habitantes, Jérôme cayó en las voraces fauces de la gran ‘cuisine mondial’ en un restaurante con tres estrellas Michelin y después fue enviado a otro de comparable exigencia, en un ambiente de brutal y severo trato, donde no se perdona un solo error.
Sin embargo, la experiencia fue grata y memorable, sin reproches o sensiblerías pendencieras: “Si esta generación llora por el maltrato en las cocinas, eso era verdadero maltrato, 14 horas de trabajo donde te gritaban de todo. Se obedece y punto”. Y valga decir que antes, Jérôme tenía fama de ser malgenio en sus dominios, pero advierte que ahora está en modo “zen”, y cuando llama la atención en su cocina, no se refiere a la persona sino a la función.
Regresemos a París de los 90, donde la intensidad bullía con la presión que debía desfogar sí o sí. Por rebote, la fiesta fue el enganche. “El trabajo era durísimo, pero la farra era buena”, recuerda. Sin embargo, aquel revolú llegó a un punto de hartazgo total. Bastó una discusión con el sous-chef en el restaurante en el que laboraba para comprar ipso facto un ticket a Sudamérica: “A la m… los pastores.
Estaba con un pana cocinero de Andorra, quien se acordó de un tenista ecuatoriano que había ganado el Roland Garros (1990) y así decidimos a dónde ir”. El propósito fue cumplir el sueño de adentrarse en el exótico Amazonas, dada su pasión por la antropología.
Al partir, dejó atrás aquella patria en la que nunca podría ser lo que en Ecuador ha sido, reconoce. Recorrió, con su amigo de Andorra la ruta amazónica en Perú, Bolivia, Brasil y algo de Colombia, para acabar conviviendo con diversas etnias indígenas de la selva ecuatoriana, donde sintió la misma gloria. Pero el embelesamiento duró poco. La voz del abuelo tronó desde Francia al anunciar su llegada a Quito acompañado de la madre de Jérôme, para rescatarlo de la in civilización. Acto seguido, volvió a Francia de la oreja.
No obstante, el jefe a cargo -el abuelo-, rápidamente reculó y le compró el boleto para que el nieto primogénito regresara a Ecuador, donde ha transcurrido su vida los últimos 35 años: “Aquí nacieron mis tres hijos, lo siento mío. En París, ¿qué hubiese sido?”, se pregunta.
Chez Jérôme, a un tiempo.
En Ecuador empezó su periplo culinario en el Swissôtel Quito y, años después, Pepe Antón lo llevó a Guayaquil para liderar la cocina del Oro Verde, donde logró empoderarse entre los mejores del país hasta abrir su propio restaurante en la capital, en el que espera continuar su legado gastronómico.
“Por la trayectoria que he pasado en cocina, que hasta ahora son 42 años, lo que quiero es depurar al máximo, llegar a la esencia del producto, que sea lo menos complicado y a la vez lo más acertado hacia la cocción de los productos, sin mezclas”.
Así define Jérôme su cocina, el resultado de sus bases francesas y las técnicas y productos adaptados en Ecuador, es decir, un mix donde ha encontrado el punto de equilibrio ideal.
“Nadie me va a quitar lo francés, con mis salsas que son la base de todo y que sigo transmitiendo a mi equipo y los clientes que siempre vienen. El pato es mi signature, y comparto eso con mi gente. Pero ya no soy 100 por ciento francés, los demás no me ven como ‘el francés’ sino como un nativo fijo luego de trabajar en Guayaquil y Quito más de la mitad de mi vida”.
En su cocina, el primer y definitivo tiempo se conjuga con productos de mar, dado su origen en Landas -a 40 km del Atlántico vasco-. “Lo que me define primero es el mar, porque fui criado con mariscos. Mi familia materna viene de Túnez mientras fue colonia francesa -hasta 1956-, y después se asentaron donde yo nací. En Francia, las abuelas o madres marcaban mucho en la comida, era un modo de transmisión familiar aprender de ellas, y es normal que los hombres cocinen, es parte de la identidad”.
En casa
Lo de hiperactivo nunca se le fue, va a velocidad hipersónica, ¿quizá por eso esquiva la mirada cuando habla o se le habla? En todo caso, la madurez le bajó el tono en general, vive en armonía y, en casa, su esposa, es quien manda. Sus hijos, todos adultos, viven en Francia y Barcelona, y aman Ecuador.
Disfruta de la buena y sencilla comida con amigos y colegas, que no son muchos. También, en su tiempo libre, va a la montaña o ciclea para recargar. Mientras, en la cocina de Chez Jérôme, sobresale un equipo humano variopinto que ha persistido junto a él por su capacidad y trabajo; y, codo a codo está Viviana, de origen costeño, madre soltera y carácter fuerte quien se ha ganado a pulso la categoría de sous-chef en este restaurante emblemático que conquista los paladares más exigentes.
Cara a cara
¿Cómo maneja la hiperactividad en su oficio?
La cocina me ayuda a quemar todas las energías, a estar más tranquilo. ¿Cómo se ve ahora mismo? A mis 56 años, siendo uno de los chefs más viejos de Ecuador, solo quiero trasmitir. El problema de los chefs es el ego, eso es una pendejada. Ahora solo quiero transmitir lo que sé a mi equipo y los clientes que tengo hace 30 años.
¿Qué es ser un chef?
Muchos se autoproclaman así, pero eso implica trayectoria, saber manejar un equipo, sacar un servicio perfecto y responsabilizarse de todo. No es sacarse una foto en Instagram. Esta es la generación de eyaculación precoz. Sí hay buenos chefs, pero trabajan para grupitos y entre ellos se autosatisfacen.
¿Contento de su trayectoria?
Mucho. Creo que soy uno de los chefs que más ha formado cocineros, junto a Manfred Kraud. Aquí se paga miles de dólares para graduarse como chefs y, cuando salen al medio, no quieren ser cocineros, a diferencia de Perú donde sí hay escuelas para serlo. Esa es mi gran pelea con el medio de la cocina.
Talento y trabajo es lo que lo define…
Más que talento tengo capacidad de trabajo. Y aquí la gente sabe trabajar, aunque solo los ecuatorianos no se quieren.
¿Regresaría a Francia algún día?
¡No! ¿Qué haría ahí? Ecuador es el país que lo tiene todo, nunca me aburro y es donde tuve todas las oportunidades.
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