
Justicia indígena: Ecuador es un país de alcahuetes
El caso de 13 militares secuestrados y juzgados por indígenas hace añicos la Constitución y establece precedentes de terror
La justicia indígena sentó esta semana uno de sus más inquietantes precedentes. El caso de los trece militares juzgados en Cotacachi, provincia de Imbabura, en el contexto del paro nacional de la Conaie, puede marcar un antes y un después en el desarrollo de la así llamada “jurisdicción ancestral” (lo que sea que eso signifique) y debería convertirse en un objeto de estudio académico en las ramas de la antropología, la ciencia política y el Derecho, suponiendo que existen académicos de esas disciplinas interesados en el análisis de los hechos concretos más allá del saludo a las banderas de la multiculturalidad, la plurinacionalidad y el buen rollito.
Te invitamos a leer: Tensión frente al Ministerio de Defensa tras once días de paro nacional
Los hechos, para empezar, son confusos: de los diecisiete militares “desaparecidos” sobre los que vagamente informó la poco iluminada ministra de Gobierno, Zaida Rovira, en una canal tan oficial como su cuenta de X, cuatro fueron liberados con evidentes signos de tortura y nadie se hace cargo de ellos. La Conaie menos que nadie. El hecho de que el gobierno y sus medios no se preocupen por establecer la diferencia entre estos cuatro y los trece restantes, que no fueron objeto de violencia física, parece bastante funcional a las políticas oficiales de comunicación. Los trece del segundo grupo fueron sometidos a un singular proceso de justicia indígena cuyas particularidades no parecen haber llamado la atención de sus defensores ni de sus detractores.
Lo primero que se debe anotar con respecto a este proceso es que sus “jueces ancestrales”, como se autodenominan, no provienen de las autoridades de comunidad alguna sino de la dirigencia del movimiento indígena: la UNORCAC, Unión de Organizaciones Campesinas e Indígenas de Cotacachi. Es decir: los trece militares fueron juzgados por un tribunal integrado por representantes políticos, cuya postura política a favor del paro y en contra de los militares es pública y manifiesta. Es como confiar la resolución de un conflicto electoral al comité de ética de un partido político, más o menos. Pero el prurito de corrección política manda que los procesos de la justicia indígena sean, por su naturaleza, indisputables e inapelables, así a que nadie parece inquietarle semejante irregularidad.
A diferencia de los procesos regulares ante la justicia ordinaria, que por regla general son públicos, este juicio se dio a puerta cerrada, es decir, no hay manera de reconstruir los razonamientos que llevaron a los jueces a dictar su sentencia, cosa que tampoco parece incomodar a nadie. Sólo la lectura de la sentencia y su ejecución, que tuvo lugar de inmediato, fueron públicos, como para reforzar la idea de que la justicia indígena no consiste en una serie de principios que rigen sino en un tipo de castigo que se aplica.
Por lo demás, los jueces de la UNORCAC han asimilado, quizás como mecanismo de validación, los formalismos más vacíos e inútiles de la justicia regular: la lectura de una lista de considerandos, la invocación de artículos de ley que sirven de respaldo jurídico a sus decisiones (en este caso, la declaración de las Naciones Unidas sobre los derechos de los pueblos indígenas y el convenio 169 de la OIT) y hasta la referencia a conceptos fundamentales del derecho occidental, como por ejemplo el principio de ‘non vis in idem’. En medio de un supuesto proceso quichua ancestral este latinajo lucía como un pavo en medio de una camada de gatos. Era evidente que la comunidad ante la que esta sentencia fue leída, y a la que se pretendía adjudicar la responsabilidad de la decisión, no entendía un rábano.
Todo el proceso estuvo dominado por el imperio de los eufemismos. Si la abogada Lolo Miño declaró, en una entrevista con uno de los medios de comunicación del asambleísta de gobierno Luis Alvarado Campi, que los trece militares no habían sido secuestrados sino “retenidos”, la UNORCAC prefirió el término “resguardados”. Y, en lugar de detención, habló de “rescate”, como si hubieran estado en peligro. ¿Cuáles fueron los cargos que se les imputó? Haber entrado al territorio de las comunidades quichuas de Cotacahi “sin autorización de las autoridades ancestrales” y haberse “comprobado” que “usaron las armas letales contra el pueblo”. Esto último, en un proceso ordinario, requiere de una serie de pruebas y pericias que deben ajustarse a un procedimiento científico que arroje certezas indisputables, todo lo cual pudo ser obviado en es proceso a puerta cerrada.
Las irregularidades en el "juzgamiento"
La primera irregularidad del proceso tiene que ver con la jurisdicción: el artículo 171 de la Constitución establece que la justicia indígena se aplicará en las comunidades “para la solución de sus conflictos internos”. Y este es, obviamente, un conflicto entre las comunidades y el Estado. O sea que no aplica. Pero hay más. ¿Está prohibido entrar sin autorización en los territorios quichuas de Cotacachi? ¿Para todo el mundo o sólo para los militares? ¿En cualquier momento o sólo durante un paro nacional? ¿Qué territorios son esos? ¿Hay límites claros, hitos, un mapa? Nada de esto ha sido establecido. ¿Qué clase de convivencia intercultural es posible en medio de este cúmulo de incertidumbres?
El caso es que la sentencia, que incluía “una pequeña purificación” (léase: ortiga y agua helada) y la prohibición de entrar en esos territorios por los próximos diez años, fue firmada no sólo por la plana mayor de los dirigentes de la UNORCAC, sino por una serie de representantes del Estado y de la sociedad civil mestiza presentes en el acto: el alcalde de Cotacachi, el párroco de El Sagrario, el presidente de la Cruz Roja, un representante de la Defensoría del Pueblo, un jefe político, ¡el fiscal de Imbabura! Todas estas autoridades… ¿Reconocen al cantón Cotacachi como territorio autónomo al que la fuerza pública no está facultada para ingresar? ¿Reconocen la facultad de la dirigencia política de la UNORCAC para prohibir el libre tránsito de los ciudadanos ecuatorianos por su propio país? La UNORCAC es una organización indígena de segundo grado afiliada a la CONAIE, no más ancestral que el FUT, si consideramos sus años de existencia. ¿Todo esto va en serio?
La sentencia ordena a los trece militares sentenciados abstenerse de apuntar sus armas contra el pueblo y dirigirlas “contra los grandes grupos económicos” y “las transnacionales que saquean nuestros territorios”. Y se reserva el derecho de enjuiciarlos de nuevo si no cumplen con lo mandado. O sea: estos militares tienen que declararse guerrilleros o terroristas y hasta el párroco está de acuerdo. Nada que hacer: el Ecuador es un país de alcahuetes.
Si quieres leer esta y más noticias, suscríbete a EXPRESO. SUSCRÍBETE AQUÍ