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Alvaro Rosero
Álvaro Rosero renunció a su nombramiento como ministro de Gobierno.cortesía

El escándalo Álvaro Rosero y los estándares éticos del país

Su fallido nombramiento como ministro inició como una concatenación de errores desafortunados y terminó como escándalo

Lo de Álvaro Rosero, el fallido nuevo ministro de Gobierno de Daniel Noboa, es una proeza en toda regla: renunció antes de tomar posesión de la cartera y, aun así, renunció tarde. Tres días tarde, exactamente. En otras palabras, nunca debió aceptar el cargo. El camino que lleva de su designación (el lunes) a su renuncia (el jueves) es una concatenación de errores (uno más grueso que el anterior) que solamente podía desembocar en el escándalo.

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El primer error (de bulto) fue que el propio Rosero aceptara el ministerio sabiéndose deudor del IESS y, por tanto, inhabilitado para ejercer cargo público alguno. Algo más de 56 mil dólares debe por concepto de aportes de los empleados de Radio Democracia, de la cual es o era gerente y representante legal.

El segundo, mucho peor, fue que no hubiera nadie en Carondelet que se preocupara por revisar las posibles inhabilidades de los nuevos ministros antes de anunciar al público sus nombramientos, cosa que el presidente hizo el martes al mediodía, cuando se preparaba para viajar a Estados Unidos en visita oficial pero secreta. Esa verificación es un trámite que al periodismo nacional le tomó un par de horas y a la Presidencia de la República le habría costado una llamada. Alguien no hizo esa llamada. ¿No era elemental antes de meter la pata?

El tercero, más que un error, tiene visos de ser un acto de mala fe, un intento de hacer trampa. A pesar de que su nombramiento como gerente y representante legal de Radio FM Efemedio, que así se llama la compañía, rige hasta abril de 2027, parece que Álvaro Rosero delegó esas responsabilidades a su hermana, Clemencia Verónica, a última hora. A ultimísima, de hecho: después de que el Ministerio del Trabajo certificara su inhabilidad para ejercer cargo público, lo cual ocurrió el martes 18 de noviembre. 

Si aspiraba, con eso, a librarse de responsabilidades con respecto a la deuda, andaba muy descaminado: la responsabilidad de los representantes legales, dice la ley del IESS, se referirá a los actos u omisiones producidos durante el ejercicio de su cargo y no se extinguirá una vez concluido éste. Bastaría con que Rosero certificara que la deuda no fue adquirida en su mandato para desvanecer toda sospecha, pero han pasado cuatro días y eso no ha ocurrido. En su lugar, traspasa la gerencia a su hermana. ¿Qué ha de entender el público?

El cuarto error ya no es un error: es, si se llega a comprobar, una ilegalidad rampante. La denunció, con su renuncia irrevocable, el director regional del Trabajo y Servicio Público de Quito, Christian Alfredo Marín. Según él, “el día 19 de noviembre de 2025 (miércoles), en las instalaciones de la Dirección Regional Quito, el señor ministro de Trabajo (el recién nombrado Harold Burbano), acompañado de su equipo, ingresó de manera altanera y prepotente con la exigencia inmediata de que proceda a levantar un impedimento para el ejercicio de función pública a favor del señor Rosero, quien iba a ser designado ministro de Gobierno”.

Si tal actitud corresponde al delito tipificado como “tráfico de influencias”, como proclama el hoy exdirector regional del Trabajo, Alfredo Marín, o a algún otro, es algo que está por verse. Lo cierto es que, por menos de eso, en este gobierno se han levantado partes policiales sobre la base de noticias de delitos encontradas “en una revisión de redes sociales”. Parece que la policía de Noboa no revisa el Twitter de sus propios funcionarios.

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No tardó Harold Burbano, el nuevo ministro del Trabajo, en desmentir la acusación. Lo hizo de aquella manera que el verificador de noticias Lupa Media califica de insuficiente, a saber: reproduciendo la imagen de la carta de renuncia correspondiente con la palabra “Falso” sobreimpresa con grandes letras. Insuficiente porque un desmentido oficial debería ir acompañado de pruebas y razones. Las que exhibe Burbano (una supuesta captura de pantalla del sistema de mensajería gubernamental interna Quipux) para afirmar que Marín fue despedido una hora antes de presentar su renuncia “por resistencia al cambio”, lo que sea que esto signifique, no alcanzan a demostrar nada.

Lo cierto es que Marín era un funcionario lealmente noboísta (basta ver su cuenta de X, en la que reproducía a diario, puntualmente, hasta el último tuit del presidente y de su ministra) que decidió perder su trabajo (y no cualquier trabajo: una dirección regional de Quito) a cambio de… ¿molestar?, ¿pelearse con el ministro recién llegado porque sí? No están claros los argumentos de Burbano.

El caso Rosero ahonda una práctica sintomática

Ahora que un nuevo nombramiento, el de Nataly Morillo, ha venido a llenar el vacío en la cartera de Gobierno, el escándalo Rosero parece destinado a terminar engrosando las triviales páginas del anecdotario nacional antes de caer en el olvido. Sin embargo, todo lo ocurrido en torno a este frustrado nombramiento es sintomático de la manera en que se manejan las cosas en el gobierno de Daniel Noboa. 

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Ahí están la chapucera ineficiencia de los funcionarios de Carondelet, incapaces de verificar lo mínimo antes de tomar las más comprometedoras decisiones; el desprecio por el más elemental sentido del decoro en la administración de la cosa pública; el abuso de autoridad reproducido en cada metro cuadrado de poder, la imposición atrabiliaria de caprichos; la jugada, el truquito, la maroma, en fin, el oportunismo como parte del paisaje.

Se llegó a decir que si Álvaro Rosero no había pagado los aportes de sus trabajadores al IESS no había lío, que ya los pagaría para asumir el ministerio. Que el problema estaba en que ese hecho “no debía trascender” antes de hora. Como si incumplir esta obligación fuera nada más que un impedimento legal fácilmente subsanable y no un descrédito moral. Como si lo malo de este caso residiera en que se hizo público. Así, el país continúa en la cuesta descendente de acostumbrarse a los más bajos estándares éticos como si fueran la cosa más normal.

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