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Luisa González
Luisa González, en un acto de su campaña como candidata a la Presidencia.Archivo

Roberto Aguilar | El correísmo es lo que es y no tiene arreglo

Pabel Muñoz, Marcela Aguiñaga, Paola Pabón y otros piden cambios, pero no se hacen cargo de los hechos. 

Diez años de ejercicio del poder y ocho de búsqueda de impunidad, siempre bajo el principio de fidelidad absoluta al líder máximo como única garantía de sobrevivencia política para cada militante, han llevado al correísmo al estado de descomposición en el que se encuentra ahora, sin fórmula de solución ni derecho al pataleo.

El episodio de los cinco inconformes que esta semana hicieron pública una carta en la que pedían un nuevo liderazgo vino a reconfirmar lo ya sabido: que la estructura vertical del partido es inalterable. Y lo es, principalmente, porque nadie (ni siquiera los inconformes de marras) se atreve a cuestionarla.

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Pabel Muñoz, Marcela Aguiñaga, Paola Pabón, Juan Cristóbal Lloret, Leonardo Orlando: alcalde de la capital de la República y prefectos de Guayas, Pichincha, Azuay y Manabí, respectivamente… Cuadros políticos de los años de gobierno, militantes desde los primeros tiempos del partido la mayoría de ellos, aspiraban a dirigirlo un día, se veían a sí mismos como la generación del relevo.

Nunca imaginaron que el líder máximo les pasaría por encima para entregar el mando a figuras novísimas como Viviana Veloz, surgida de la nada durante el juicio político contra Guillermo Lasso y convertida hoy en coordinadora de bancada en la Asamblea, o advenedizas sin preparación política alguna, sin un pasado en el movimiento ni credenciales de militancia izquierdista, como Luisa González. Recién llegados menos inteligentes, menos formados, menos experimentados pero más incondicionales. De ahí proviene el malestar que trataron de expresar en su carta a Rafael Correa.

En la Revolución Ciudadana se percibe inconformidad

El clima de inconformidad en el partido se hizo del dominio público gracias a los audios del Caso Ligados, extraídos de los teléfonos del exconsejero de Participación Ciudadana Augusto Verduga. Ahí se recogen, por ejemplo, una parte de los debates en torno a la designación de Luisa González como candidata a la presidencia.

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Reacciones, más que debates, pues la decisión vino desde arriba y no se preocupó por buscar consenso. Para Paola Pabón, que se sentía llamada a ocupar ese puesto, fue una humillación que aceptó con la misma disciplina con la que guardó silencio años atrás, cuando Correa la mandó a callar durante un mes por apoyar la causa del aborto.

Algo parecido debieron sentir Pabel Muñoz y Marcela Aguiñaga. En ningún caso, la importancia de los firmantes de la carta como titulares de gobiernos locales se traduce en puestos directivos del partido.

Se trata, entonces, de un conflicto por la precedencia. Por eso la carta no consigue disimular las contradicciones de los inconformes. Estos atribuyen todos los problemas de su organización política al hecho de que Luisa González sea su presidenta nacional, como si ella hubiera surgido de la nada. Se dirigen a Rafael Correa para denunciarle una crisis del partido, como si en él pudiera hallarse la solución y no la causa de esa crisis. Y no cuestionan su manera de ejercer verticalmente el mando, ni la falta de democracia interna, ni la imposición de una línea ideológica única que, además, pasa por la adscripción a la más reaccionaria de las derivas autoritarias de la izquierda continental, incluyendo el apoyo incondicional a las dictaduras de Venezuela, Cuba y Nicaragua como postura obligatoria que nadie (ni los cinco firmantes de la carta ni nadie) se atreve a contradecir.

Rafael Correa
El entonces presidente Rafael Correa en una entrevista.Archivo

Un problema de liderazgo

Señalan un problema de liderazgo como si el líder máximo, absoluto e inapelable no fuera precisamente aquel al que se dirigen en busca de una solución; como si la designación de Luisa González como presidenta del partido le fuera ajena y no el producto de una imposición autoritaria suya.

Le escriben como si caminaran sobre huevos, con un cuidado y una delicadeza exquisitos para no incordiarlo, para no indisponerlo, para no despertar su elefantiásica susceptibilidad y sacudir aquel resentimiento legendario que conforma el núcleo duro de su personalidad; casi se disculpan por incomodar y piden perdón por disentir (hasta se inventan, para justificarse, aquella cursilería insufrible de que “disentir es amar”) y, por supuesto, le juran fidelidad, no vaya a ser que interprete las críticas como traición, que es lo habitual en el correísmo.

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Le dicen que el partido vive “un momento de profunda desconexión con el país”, como si el desconectado del país no fuera, precisamente, él, ausente desde hace ocho años, sin otro contacto con el Ecuador que el que le ofrecen sus propios aduladores y cortesanos.

Le dicen que el partido perdió el rumbo y es él, Correa, quien lo está marcando. De él procede la agenda política oficial del movimiento, una agenda cuya prioridad máxima ha sido, desde hace ocho años, procurar la impunidad para sus prófugos y presos, empezando por él, y recuperar, por tanto, el control de la justicia, manejar el Consejo de Participación Ciudadana, alzarse con los organismos de control manipulando procesos y violando reglamentos, como quedó al descubierto claramente en los audios del Caso Ligados.

Ocho años conspirando y desestabilizando gobiernos democráticamente electos y recién ahora vienen a darse cuenta los firmantes de la carta de que se ha perdido el rumbo, acaso porque ellos también participaron de manera entusiasta en esas conspiraciones, incluso calentando las calles y recurriendo a la violencia durante los levantamientos de Leonidas Iza en octubre de 2019 y junio de 2022.

Se podría pensar, leyendo su carta, que Luisa González es la causante de todos los males y que no hay, salvo su designación como presidenta del partido, nada que corregir: ni la corrupción que precipitó la diáspora de sus principales cuadros, ni el fraude a la democracia al que han venido entregados desde que dejaron el poder, ni la defensa de delincuentes impresentables como Jorge Glas o Ronny Aleaga, ni sus inocultables relaciones con el narco, ni su acción corruptora de jueces y fiscales a través de abogángsteres de la peor especie… Ni siquiera la falta de mecanismos internos para abordar y solucionar esos problemas: dan por sentado que es Correa con quien hay que hablar y de quien hay que esperar una respuesta. Por eso le escriben. Ese es el vergonzoso objetivo no señalado de su carta: pedirle una cita.

“Estimamos necesario que nos conceda un espacio de diálogo con usted”, escriben. Su humillación recuerda a la de Augusto Verduga, su hermano Abraham y sus colegas de La Kolmena, cuando meditaban enrevesadas formas de acercamiento para pedirle a Rafael Correa el permiso para ser ecologistas, tal como quedó registrado en los audios del Caso Ligados. “Un espacio de diálogo”, ruegan los inconformes. En el partido no existe ninguno, por eso hay que pedirlo de rodillas.

La normalización de lo que está mal

Y esta aberrante situación, insólita para cualquier organización política democrática y racional del mundo, no la cuestionan Muñoz, Aguiñaga, Pabón, Lloret y Orlando. Al contrario, les resulta perfectamente normal y se someten a ella con todas las consecuencias.

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Y las consecuencias, claro, eran predecibles. Puede que la reunión entre los inconformes y Correa finalmente se haya dado esta semana (en secreto, por supuesto), tal como lo anunció Ricardo Patiño, fungiendo de policía bueno en esta historia y lanzando piropos a los inconformes: “queridos compañeros”, “personas que han trabajado por su pueblo”, “los tengo en el mejor concepto”, “merecen nuestro mayor respeto”, “tienen todo el derecho de pedir una conversación sobre un tema sobre el cual ellos tienen un criterio que podemos no todos compartir, pero justamente ese es el derecho a la democracia interna”.

A estas alturas se habrá dado ya esa reunión pero siempre sobre los términos establecidos por Correa en su tuit de respuesta, a saber: no hay crisis alguna en el partido, aquí nadie ha perdido el rumbo ni se ha desconectado del país, nunca hemos dejado de tener debate interno. Y no me lo discutan, carajo. Es decir: siempre hay un espacio para el diálogo en el correísmo a condición de que todos concurran a él sin intención de dialogar.

¿Y ahora? ¿Qué alternativa les queda a estas cinco figuras llenas de legítimas ambiciones y con toda una carrera política por delante? La sujeción o el ostracismo. Y la sujeción pasa, necesariamente, por la humillación ritual. Desautorizada innecesariamente por su partido en el asunto del puente que la Alcaldía de Guayaquil construye en Los Ceibos, la prefecta Marcela Aguiñaga sabe el precio que tendrá que pagar por su mal comportamiento. Cuando todavía eran gobierno ella solía jactarse de ser “sumisa una y mil veces”.

Pero esos tiempos ya pasaron. Ahora, de entre los cinco firmantes de la carta, es probablemente quien tiene mejores perspectivas de sobrevivencia política por fuera del correísmo. Los demás tendrán que apechugar y bajar el lomo: ninguno de ellos es capaz de ofrecer alternativas para para el país, para su partido o para sí mismos.

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