pepa de pan
La pepa de pan es el fruto del árbol Artocarpus altilis, originario del sudeste asiático y muy común en zonas tropicales, como Esmeraldas.Luis Cheme

La pepa de pan, manjar ancestral de Esmeraldas

Una semilla clave en la dieta de los afroesmeraldeños desde épocas de esclavitud z Por periodos, ha reemplazado al arroz

Por entre el humo de los fogones y los recuerdos de los abuelos, en Quinindé brota un legado que hierve en ollas antiguas y palpita en las manos curtidas de mujeres y hombres afrodescendientes: la pepa de pan, semilla de resistencia, alimento y emblema de identidad.

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La bruma matinal se despeja despacio sobre la finca de don Evaristo Mina, un hombre de voz serena y manos robustas, con la piel del mismo color que la tierra húmeda que pisa descalzo. La finca está ubicada en la parroquia Rosa Zárate, corazón vibrante de Quinindé, donde el río Blanco canta bajito mientras los árboles de pan se mecen como guardianes de un tiempo que aún vive.

La pepa de pan, conocida científicamente como Artocarpus altilis, no es solo un alimento. Es un símbolo, historia y resistencia. En Esmeraldas, donde la selva se funde con el océano y el tambor late como un segundo corazón, esta fruta ha alimentado a generaciones desde los tiempos de la esclavitud.

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“Aquí la pepa no se cultiva, se cuida como a un hijo”, dice Evaristo, mientras acaricia con la mirada una hectárea repleta de árboles frondosos. “Esta fruta no es solo comida, es historia, es lo que nos queda cuando todo lo demás falla”, agrega.

El árbol de pan, de ramas gruesas y follaje denso, sostiene frutos grandes, verdes, de textura áspera. Cuando están maduros, desprenden un olor dulzón, con un dejo terroso, como si la selva entera respirara dentro de ellos. La fruta de pan, al partirse, deja ver su interior cremoso, de donde se extrae la codiciada pepa: ovalada, firme, color marfil apenas tostado.

En esta tierra fértil, los integrantes de la familia Mina se dedican a recolectar, pelar, cocer y transformar esta joya vegetal en un manjar que cruza generaciones. Su especialidad: la jalea de pepa de pan, una mezcla espesa, brillante, de tonos oscuros y aroma embriagador que combina el dulzor de la fruta con la fuerza de otras frutas tropicales como el borojó, la maracuyá y el tamarindo.

“Mi abuela decía que la pepa de pan te curaba el cuerpo y el espíritu”, afirma Manuela Angulo, una de las nietas de Evaristo, mientras remueve con una enorme cuchara de palo el contenido burbujeante de una olla de aluminio ennegrecida por el fuego de leña. “Cuando yo era niña, si no había arroz, había pepa, y nadie se quejaba”, recuerda.

La cosecha comienza a finales cuando el rocío empieza a retirarse más temprano y el sol aprieta con mansedumbre. Subidos a escaleras improvisadas, los hombres recogen los frutos uno por uno, envolviéndolos en hojas de plátano para evitar que se golpeen al caer. En el patio trasero de la casa, se acumulan decenas de frutas frescas, que se parten a machete y se dejan hervir en grandes pailas metálicas sobre fogones de leña.

El olor que emana durante la cocción es inconfundible: una mezcla de nuez tostada con azúcar morena y un fondo salado. Al cabo de una hora, las pepas están listas para ser peladas una a una. Luego se muelen en molinos artesanales y se mezclan con las frutas fermentadas. El resultado es una jalea espesa que se empaca en pequeños frascos de 125 gramos y que se vende en las ferias y mercados locales y ferias.

Pero más allá del sustento económico, está el alimento del alma. “La pepa de pan fue lo que nos salvó durante las crisis”, recuerda don Evaristo, limpiándose el sudor con un pañuelo desteñido. “Cuando no había qué comer, comíamos pepa con sal, con azúcar, con lo que hubiera”, agrega.

Yadira Illescas, periodismo1

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Beneficios en la nutrición

La pepa de pan contiene fibra que favorece la digestión, vitamina C, potasio y antioxidantes naturales que fortalecen el sistema inmunológico. Además, tiene un perfil de aminoácidos superior al de la soya, lo que la convierte en una excelente fuente de energía para personas con diabetes o problemas cardiovasculares. “No es solo gastronomía, es resistencia cultural. En tiempos de esclavitud, fue un alimento de supervivencia”, explica el antropólogo Adison Caicedo.

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