
Cuando no dejamos ir: el duelo interrumpido y la melancolía moderna
Vivimos rodeados de recuerdos digitales y evitamos el dolor; pero negar la pérdida tiene un costo emocional profundo
En 1917, poco antes de cumplir 59 años, Sigmund Freud escribe Duelo y melancolía, su primer análisis de algo tan doloroso y exigente para el ser humano como la pérdida de un ser querido. Esta demora se entiende si concedemos que, para explicarla, primero tuvo que formular las leyes del inconsciente y establecer una técnica para incidir en los sentimientos que no llegan a la consciencia. Freud nos legó una imagen clara del duelo: una persona pierde a un ser querido y es consciente de ello.
Le sigue el trabajo de duelo: progresivamente, el doliente va desligando de la realidad a la persona perdida. Pasado un tiempo, se acepta la ausencia y se aprende a vivir con ella. La melancolía, en cambio, siempre le pareció más compleja. La pista decisiva fue esta: “el melancólico sabe a quién perdió, pero no lo que perdió en él”.
La paradoja de recordar sin dejar ir
Vivimos en un mundo que rechaza la pérdida. El duelo se interrumpe con las incesantes formas en que buscamos no enfrentar el dolor de la ausencia. Hoy no hay despedidas definitivas: videos, fotos, mensajes de voz y hasta servicios que digitalizan a quienes ya no están permiten conservar una presencia inédita.
Así, quedamos en una situación extraña: sabemos que perdimos a alguien, pero no damos suficiente tiempo ni espacio a su ausencia para comprender qué de nosotros se fue con esa persona.
Lo inconsciente tiene momentos privilegiados para hacerse sentir, y la muerte de un ser querido es uno de los más importantes. No se convoca ni se controla a voluntad.
Requiere un esfuerzo psíquico permitir que nuestros sentimientos inconscientes acepten la falta y la separación de quien -o de lo que- se ama.
Aceptar el carácter transitorio de la vida, por más doloroso que sea, es lo que nos da cauce y propósito.
Negarlo nos convierte en una sociedad melancólica: cansada, drenada por esfuerzos vanos para apartar las pérdidas de la vida.
Querer que lo perdido permanezca a cualquier precio se paga con una tristeza generalizada. Se conserva lo perdido dentro de uno, pero al precio de perder vitalidad en el intento.
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