Diario de una cuarentena
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CUARENTENA, DÍA 7: Querido diario: ayer caí en un agujero

En estos días de encierro, nada más fácil que dejarse llevar por la compulsión de las redes sociales. Son un peligro.

Roberto Aguilar publicará este diario hasta el final de la cuarentena por el coronavirus. Puedes leer todas las entregas aquí.

Las redes sociales son el agujero negro de nuestro encierro. Uno que amenaza con tragarnos a todos si nos descuidamos. Compulsivas por naturaleza, su hilo interminable nos provoca la permanente y perniciosa ilusión de que nos estamos perdiendo de algo importante. Aislados físicamente del mundo, esa sensación se multiplica. Inactivos, nos sentimos llamados a intervenir, a meter cuchara, a echarle leña al fuego. Huérfanos de contacto humano, recibimos cada ‘like’, cada retuit como una palmada en el hombro. Ya no vemos rostros sino avatares. No hablamos con personas sino con usuarios. Mi amigo arroba-pepito me dijo hashtag-quédate-en-casa. Stop.

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Sabio consejo el del doctor Albuja en su especial sobre el coronavirus de Ecuavisa: elige tus fuentes de información (un puñado basta) y cierra los oídos al resto. El exceso de información mata, si no los alvéolos pulmonares, sí con certeza las neuronas. Y las redes están repletas de especialistas de última hora, de médicos graduados en el Google, de doctores en sociología de bolsillo siempre dispuestos a ofrecernos la cura para el COVID-19, la noticia de último momento que el Gobierno y los medios nos ocultan, la clase magistral sobre el tema que se cruce...

Que la hidroxicloroquina es el remedio efectivo; que no, que deja ciego; que las inhalaciones con agua caliente a 60 grados; que el limón, que el jengibre, que la guayusa; que los casos ya superan los 3 mil, que el Gobierno miente; que las mascarillas no sirven para nada; que las mascarillas son imprescindibles; que vayan a abastecerse de lo que puedan porque se viene una catástrofe; que los videos saturan las redes; que las empresas de telefonía nos van a dejar sin servicio; que los hospitales están al borde del colapso; que el encierro durará seis meses…

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¿Será? ¿No será?

Oración matutina: querido señor Jebús, en este tiempo de dudas e incertidumbre, dame al menos la cuarta parte de las certezas de que hacen gala los especialistas de Twitter.

Admitamos que lo hacen de buena fe: son humanos con crisis de ansiedad, como nosotros. Quien no haya caído víctima de la compulsión de las redes sociales que tire la primera piedra.

Pero no. Por renuente que uno sea a emitir juicios morales sobre el prójimo, bastará una revisión sumaria de las redes para convencerse de que hay gente mala. Un mal tipo (o un imbécil puro y simple que ya fue identificado, según se anunció) es el joven que se hizo filmar mientras contaminaba, no se alcanza a ver si con moco o con saliva, la producción de una cadena de pan empacado. Atónitos nos dejó el video. Y los hay peores: aquellos que gastan tiempo y energía en diseñar una campaña de desinformación para boicotear la cuarentena, propiciar aglomeraciones e incrementar (porque esa sería la consecuencia) el número de contagios: “El Gobierno informa que desde el lunes 23 se aserquen (sic) a las ventanillas del banco pichincha (sic) con el numero (sic) de cedula (sic) para poder obtener un bono de 80 dolares (sic)”. El mensaje circuló por WhatsApp, tentando a los más pobres y demostrando (por si después de octubre fuera necesario) que los que quieren pescar a río revuelto (y si no sabemos quiénes son, lo sospechamos) son capaces de todo. De todo.

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Repito: las redes sociales son el agujero negro de nuestro encierro. Nos cautivan con cantos de sirena, nos atraen, nos absorben y terminamos hundidos en ellas de cabeza. Con un poco de sentido común de nuestra parte emergemos maltrechos, con un mal sabor de boca, sacándonos el lodo de las orejas. Los periodistas en teletrabajo llevamos, quizá, la peor parte: nuestra primera obligación es mantenernos informados, así que tendemos a estar conectados todo el tiempo. Esa necesidad se vuelve fácilmente compulsiva. Nuestra ansiedad se dispara. En fin, que somos presas fáciles.

Ayer me hundí en el hoyo negro. Me había exasperado el oficio que firmó Cynthia Viteri (y vaya sí lo firmó: sus rasgos caligráficos ocupan media página), en el que responsabiliza al Gobierno por el incremento de las cifras del coronavirus en Guayaquil. Así que puse un par de tuits al respecto. Duros pero no ofensivos. 1.100 ‘likes’ y casi 700 retuits fueron otras tantas palmadas en el hombro, fatuo de mí. Claro que también me mandaron al carajo, así es el fútbol. Un joven, sinuoso calumniador socialcristiano me acusó de estar asalariado por Guillermo Lasso, cosa que a Guillermo Lasso, a quien he dedicado sangrientas críticas en varias ocasiones, le causará más risa que a mí. El caso es que no me reí. Normalmente bloqueo en silencio a los remitentes de esa clase de mensajes. Esta vez lo insulté primero, como si hicieran falta más insultos en el Twitter. Cuando miré alrededor, estaban en el fondo del agujero negro. No es bonito. Más aún: no es subsanable. Por eso, en estos días de ansiedad y encierro nunca serán suficientes los recaudos: a las redes sociales hay que mirarlas fríamente y de lejitos. Y lo que es más importante: siempre hay que reservarse en ellas la penúltima palabra.