
Rosita Wila, un legado cultural en Esmeraldas
La voz de arrullos y chigualos recibió un homenaje por su trayectoria y aporte cultural
En una casa modesta de una sola planta, en el corazón del barrio Santa Martha 1, muy cerca de la ribera del río, vive una mujer que no necesita escenario para ser leyenda. Allí, entre recuerdos y fotografías envejecidas por el sol y el tiempo, reposa Rosita Wila —o mejor dicho, Rosa Huila Valencia—, una cantora de corazón, una guardiana de los arrullos y chigualos esmeraldeños, una mujer que, incluso en el silencio que le impone la edad, sigue entonando con la mirada la melodía ancestral de un pueblo entero.
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A sus casi 91 años, Rosita es un símbolo viviente de la herencia afroecuatoriana. Aunque la vida, como el mar que azota las costas verdes de su tierra, le ha golpeado con dolencias y quebrantos de salud que la obligan a desplazarse en silla de ruedas y a guardar su voz, ella sigue siendo presencia, fuerza, raíz. La misma que hace décadas, desde 1982, fue descubierta por Santiago Mosquera, fundador del grupo Jolgorio, quien le dio el impulso necesario para transformar lo que era un canto íntimo, doméstico, en una expresión pública, poderosa y profundamente cultural.
En el barrio Isla Piedad, donde ahora vive con su familia, se respira un orgullo contenido. “Doña Rosita nos enseñó a cantar desde la entraña, no desde la garganta”, dice con voz temblorosa Leonor Mina, exalumna suya en uno de los talleres de marimba que ella lideraba. “Nos hacía cerrar los ojos, pisar descalzas la tierra, tocar el cununo como si fuera el corazón mismo de nuestras abuelas”.
Y ese corazón sigue latiendo, fuerte, en los cientos de jóvenes que han encontrado en su voz un eco de identidad. Como lo expresa Yerson Quintero, estudiante del colegio Eloy Alfaro: “Ella me enseñó a no avergonzarme de mis raíces, a decir con orgullo que vengo de mujeres que curan con canto, que rezan en chigualos, que celebran la vida en la marimba. Rosita nos enseñó que cantar es resistir”.
El jueves 24 de julio, la plaza cívica Nelson Estupiñán vibró con la energía de esos aprendizajes, en el marco del Segundo Festival Cultural de la Mujer Afrolatina, Afrocaribeña y de la Diáspora. En honor a Rosita, la música volvió a brotar con fuerza. Las marimbas sonaban como si supieran que el tiempo apremia, que la memoria es frágil y que Rosita aún vive. Ella, envuelta en telas con estampados de la diáspora, fue empujada lentamente hasta el escenario ancestral por un grupo de mujeres afro que le tomaban las manos y cantaban para ella.
Entre aplausos, lágrimas y gritos de “¡Rosita vive, la lucha sigue!”, se le entregó un retrato pintado por el artista plástico Alberto Acosta, acompañado de la frase: “Un arrullo pa’ Rosita”. La emoción quebró la voz de muchos, incluso de los más jóvenes. En su silla de ruedas, Rosita alzó la mano en señal de gratitud y dejó escapar una sonrisa leve, tenue, pero tan profunda como el mar que alguna vez la inspiró.
Las autoridades locales, colectivas de mujeres, estudiantes y gestores culturales reconocieron ese día algo que Esmeraldas ha sabido desde siempre: que Rosita Wila no es solo una cantora, sino una institución viva, un testimonio de la resistencia afro, una raíz que floreció en cada pueblo, en cada niño que aprendió a tocar el guasá o a entonar los versos antiguos que ella guardaba en su memoria.
Noalma Vélez, docente y activista afroesmeraldeña, lo resume así: “Rosita no enseñaba desde un libro, sino desde el alma. Nos recordaba que cada canto tiene una historia, cada golpe de maraca un duelo o una celebración, cada arrullo es también una oración. Nos enseñó que somos memoria, y esa memoria canta”.
Desfile de marimba y trajes típicos
Durante el festival, además del desfile de marimbas y trajes típicos, se organizaron concursos de gastronomía ancestral y eslóganes reivindicatorios. Pero todos sabían que el corazón del evento latía por Rosita, por su legado. Su casa no tiene placas, ni su nombre figura en un museo, pero la ciudad entera se ha convertido en su escenario.
La figura de Rosita volvió a brillar con fuerza. “No podemos esperar que se nos vaya para hacerle un homenaje”, dijo con firmeza Efraín Angulo, gestor cultural. “El Premio Nacional Eugenio Espejo debería llegar a sus manos. En vida, todo”.
Rosita soñaba con fundar una escuela de marimba para niños y jóvenes, y aunque la salud ya no le permite cumplir ese sueño con sus manos, lo ha hecho con su voz, con su ejemplo, con cada canto que enseñó en las aulas improvisadas de patios y veredas, donde el ritmo afro es una lengua que no necesita traducción.
Cuando el sol cayó sobre Esmeraldas, durante la velada cultural nocturna, el arrullo de Rosita seguía flotando en el aire, aunque no saliera de sus labios. Su legado no se ha silenciado. Vive en cada tambor, en cada niño que canta orgulloso, en cada mujer que baila sin miedo, en cada esmeraldeño que sabe que tener a Rosita Wila entre nosotros es tener aún la raíz viva del alma afro.
Porque hay cantos que no mueren. Solo descansan en el pecho de una mujer que ya lo cantó todo.
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