
La cocada, un dulce heredado que no olvida su tradición
Una familia esmeraldeña preserva por décadas el oficio ancestral
El reloj marca las 04:45 de la madrugada en un rincón perfumado de la vía Esmeraldas-Quinindé. Mientras la mayoría de la ciudad aún duerme, en la casa de la familia Quiñónez Medina, ya se escucha el primer golpe metálico de la jornada. Es el aviso de que la paila, grande como un tambor africano, ha sido colocada sobre el fuego.
A su alrededor, cuatro figuras se mueven con la precisión de un ritual heredado. No hay palabras de más, solo gestos, miradas cómplices, y el ruido constante de ese rústico rallador de acero clavado en una tabla de madera-que rasga sin descanso la blanca carne del coco.
Allí, entre vapores y cortezas secas que crujen bajo los pies, empieza a nacer ese bocado de historia que endulza los paladares y la memoria colectiva del pueblo afroesmeraldeño,
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El jefe del pequeño clan es Roberto Quiñónez, un hombre de voz pausada y manos firmes que aprendió el oficio observando a su madre, Doña Emérita Cuero, cuando él no llegaba aún al borde del mesón. Hoy, ella con más de 80 años—supervisa desde su silla de bejuco la calidad del coco, su olor, su textura, su alma. "El coco no puede estar ni muy verde ni muy seco", repite, con la certeza de quién ha visto pasar la vida entre palmas y fogones.
La cocada de los Quiñónez, como la de muchas familias esmeraldeñas, no es solo un dulce. Es un legado. Uno que se cuece a fuego lento desde hace más de tres décadas, y que comenzó con la venta de rayado de coco y jugo de caña, entregado en paquetes cubiertos con hojas de palmera, con el amor artesanal que hoy se resiste a desaparecer.

Antes de establecerse en la vía Esmeraldas-Quinindé -donde se han ganado un espacio de respeto y tradición- recorrían a pie las calles del centro de Esmeraldas, ofreciendo sus productos a quienes sabían reconocer lo auténtico. Con el tiempo, muchos viajeros con destinos hacia Quinindé, Quito, Santo Domingo o Guayaquil hacen escala en el puesto de los Quiñónez no solo para comprar cocadas, sino para llevarse un trozo comestible de su infancia.
A las 05:10 a.m., la paila ya ha recibido la mezcla que da origen al dulce: coco recién rallado, panela derretida y especias que solo la familia conoce en detalle. El fuego crepita alimentado por cáscaras de coco secas-una forma ancestral y ecológica de cocinar, mientras la mezcla comienza a transformarse.
El aire se impregna de un olor denso y glorioso, una mezcla de azúcar tostada, madera encendida y coco fresco que flota en el ambiente como un canto. La mezcla es removida con una gran cuchara de palo sin tregua durante más de una hora, hasta que alcanza la textura deseada: ni muy seca, ni demasiado blanda.
Entonces, se vierte con manos veloces sobre hojas secas de palma o platos desechables, moldeando las pequeñas bolas que luego serán vendidas. "Cada cocada tiene una historia dentro", dice Roberto, mientras limpia el sudor de su frente. "A mí me enseñó mi madre, y ahora mi hijo está aprendiendo. No solo es dulce, es memoria", dice con orgullo.

El dulce que cuenta una historia
Axel, el hijo menor de Roberto, ha asumido poco a poco el relevo. Estudió algo de administración en un instituto local, pero volvió al calor del fogón por convicción. "Aquí aprendí lo que es ganarse la vida con las manos, con paciencia, con respeto", afirma.
Es él quien se ha encargado de modernizar un poco las recetas: ahora las cocadas también son de manjar, piña, uva o incluso leche condensada, aunque muchas siguen elaborándose bajo pedido, por el tiempo que requiere su preparación.
Las cocadas no solo han evolucionado en sabor, también en presentación. Hace cincuenta años, se servían sobre la misma cáscara de coco. Hoy, los Quiñónez mantienen esa tradición para quienes lo piden, pero también utilizan fundas reciclables y platos de cartón, pensando en el medio ambiente y en la comodidad de los viajeros.

Para el historiador Carlos Tobar, investigador esmeraldeño, las cocadas no son simplemente un postre. "Este tipo de preparaciones encierra siglos de sabiduría ancestral afrodescendiente. La cocada es, en realidad, un mapa de migraciones forzadas, de adaptaciones culinarias, de resistencia cultural", explica.
Aunque su origen se remonta a la repostería española del siglo XIX, su arraigo en Esmeraldas tiene un valor simbólico altísimo: es una muestra de cómo un pueblo convierte el dolor en dulzura, y la tradición en sustento.
Tobar insiste en que la cocina tradicional debería protegerse legalmente como parte del patrimonio inmaterial de Ecuador. "Cada vez que una familia enciende su fogón, está defendiendo la identidad de un pueblo", sentencia.
Afuera, la ciudad despierta. Los primeros empiezan a pasar y algunos, sin saberlo, se detienen por instinto ante el aroma irresistible que emana del puesto de cocadas. Los precios son simbólicos: desde 25 centavos por una bolita pequeña, hasta un dólar por una porción generosa de ocho piezas.
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