
Carlos Lindao, de 123 años, es el último carbonero del manglar
El veterano es un “patrimonio viviente” de la parroquia El Morro
La figura delgada de Carlos Alberto Lindao Vera avanza por las calles del Puerto El Morro con una firmeza que desafía el tiempo. Con 123 años recién cumplidos —los celebró el 17 de octubre de 2025, nacido en el 19002— el longevo carbonero sube y baja veredas irregulares como cuando tenía 40. No usa lentes ni bastón. Habla claro, recuerda fechas y nombres, y aún se da el lujo de trabajar.
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En esta comunidad pesquera y manglera, su edad causa admiración; pero lo que más desconcierta es que todavía ejerce su oficio de carbonero, el mismo que aprendió a los 13 años. “Es el único que queda del tiempo de antes. Le compro su carbón para asar liza para mi familia”, cuenta su vecino Simón Figueroa, testigo de la vitalidad del anciano.
El pasado martes, mientras armaba un horno artesanal junto al estero, don Carlos relató con mente lúcida que fue criado por su abuelo desde los cinco años, tras quedar huérfano. Recuerda que lo llevaron por barco a Guayaquil, cuando aún no existían carreteras. Los buques Europa, Buenos Aires, Pájaro Verde y Calderón llegaban al Morro con víveres y regresaban cargados de carbón.
Su niñez fue errante. Su abuela, madre de diez hijos, no tenía espacio para “este guácharo”, dice con humor. Un pariente lo llevó luego a la Isla Puná, donde vivió en un cerro que él mismo bautizó como el cerro de los Morreños. Allí, con apenas 13 años, entró al mundo del carbón. “Éramos 15 carboneros. Ya todos murieron. Solo quedo yo”, cuenta.
En aquellos días, cuando el carbón era el único combustible para cocinar, se producía con mangle. Una paca costaba un sucre. Hoy, un saco vale alrededor de siete dólares. Aun así, explica que no siempre cobra ese precio. “Hay gente que viene con 25 centavos o un dólar y se les llena la funda, con ese sistema no gano los siete dólares, solo cuatro.”
El negocio ha decaído desde que las cocinas a gas se masificaron. Ahora el carbón es un lujo para asaderos y para quienes saben que “un arroz o una menestra al carbón son comidas riquísimas”, dice con una sonrisa. La competencia también llega desde Manabí y Los Ríos, donde aún existen montañas. Pero él se adapta: ya no usa mangle, porque cortarlo es delito. “Trabajo con madera de barcos, lanchas o casas viejas que ya cumplieron su vida útil: guayacán o laurel.”
Hacer un horno pequeño le toma entre cuatro y seis días, más dos para recoger y enfriar el carbón. Debe vigilarlo día y noche para evitar que se convierta en cenizas. Antes trabajaban cuatro personas por horno; ahora lo hace solo. Un horno pequeño rinde dos sacos; uno grande, cuatro. En el pasado hacía cuatro hornos por semana; ahora, apenas uno al mes.
Una vida a fuego lento
Su nuera, Anita Jordán, de 42 años, asegura que el carbonero jamás se ha enfermado, pese a las décadas de trabajo entre humo, brasas y mosquitos. “Se levanta a las cinco de la mañana, está activo todo el día y se acuesta a las siete de la noche. Tiene una energía increíble”, afirma.
Su dieta también parece tener el sello de la tradición: pescado y concha asada con su propio carbón, sudado de pescado, ceviche de ostiones con aguacate. “Antes la comida era natural. Por eso la gente vivía más y pasaba los 100. Ahora todo tiene químicos”, reflexiona.
Su historia familiar está hecha de luces suaves y sombras largas. La primera mujer que amó, María Domitila Vera, se le fue demasiado pronto, a los 55 años, dejando en su vida un silencio parecido al de las madrugadas. No tuvieron hijos, pero juntos criaron a un sobrino, Roberto, quien hoy —ya hombre hecho— lo acompaña y lo cuida junto a su esposa, Anita.
Después intentó recomponer el alma y tuvo otra relación. Pero ese capítulo terminó en herida abierta. “Victoria, así se llamaba la ingrata… se llevó al bebé y nunca más lo vi”, murmura, como quien revive una tormenta guardada por décadas. A su edad, con la memoria encendida por los deseos pendientes, todavía anhela encontrar a ese hijo perdido y, antes de morir, tener una casa propia. “No me gusta molestar —dice bajito—. Vivo arrimado donde mi nuera”.
Un patrimonio humano vivo
Anita compara la vida de su suegro con la del fallecido Baltazar Ushca, el icónico “Hielero del Chimborazo”, reconocido por el Estado como patrimonio humano vivo. “Mi suegro tiene 123 años, y lleva 110 haciendo carbón. Es el último carbonero del siglo pasado que aún existe. Y merece que lo ayuden”, afirma.
La historia de Carlos Alberto Lindao no solo es la de un hombre que desafía la biología. Es la de un oficio que moldeó la vida en el manglar, que alimentó cocinas, vapores y memorias. Un oficio que se extingue en silencio, mientras el último de sus guardianes sigue encendiendo, día tras día, el fuego de su propia historia.
Su historia está hecha de madrugadas en el monte, de humo que ennegrece las manos y de un saber ancestral que se transmite con el cuerpo más que con la palabra. Durante más de un siglo, Lindao ha sido testigo de cómo la faena del carbonero —un oficio duro, inseparable del paisaje del manglar y de la cultura rural costera— ha ido desapareciendo ante el paso del tiempo y las nuevas dinámicas económicas, comenta Lorgia Vega, gestora cultural del Morro.
Para los habitantes de El Morro, él no es sólo el carbonero más viejo, sino un guardián de la memoria colectiva. Representa la resistencia de un oficio que alimentó a generaciones enteras y que sostuvo la economía familiar de muchas casas. Su figura encarna la identidad montubia, la vida sencilla y la relación respetuosa con la naturaleza.
Su familia insiste en que Lindao merece un reconocimiento público, tanto por su aporte cultural como por la extraordinaria edad que ha alcanzado. Aseguran que su longevidad es un testimonio del arraigo a su tierra natal, de su disciplina de trabajo y de una vida entera al servicio de la comunidad a través de un oficio que hoy queda en manos de muy pocos.
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