
Luis Cheme
Linver Nazareno, décimero que mantiene viva la voz de Muisne
En la “Noche de las Antorchas” rindieron tributo al “Décimero del Pueblo”. Rescata la memoria afroesmeraldeña
Hay hombres que parecen hechos de palabra y sal. En ellos, la voz del pueblo no se apaga, sino que se multiplica. Linver Nazareno Castillo es uno de ellos. En su garganta y en su memoria habita el eco de una Muisne que resiste: la de los arrullos nocturnos, los golpes de cununo que despiertan la fe, y las décimas que huelen a manglar y a río. A sus 50 años, este licenciado, poeta, músico y maestro, es más que el “Décimero del Pueblo”: es el puente entre los ancestros y los niños que todavía juegan descalzos frente al mar.
El sábado 8 de noviembre, su tierra natal le rindió homenaje con una de esas celebraciones que parecen extraídas de un sueño colectivo: antorchas encendidas, versos frente al mar, y un público que no aplaudía a un artista, sino que agradecía a un guardián.
La “Noche de las Antorchas”, organizada por el Foro de Mujeres de Muisne y los “Amigos de Linver”, fue más que un tributo: fue una ceremonia de gratitud.
En los años setenta, cuando Muisne aún era una isla de barro, manglares y promesas, un niño de mirada inquieta escuchaba fascinado las historias que su tío Eloy Castillo inventaba entre cucharadas de arroz con coco. Eloy era un decimero natural, un hombre que hacía versos con la misma facilidad con la que tallaba la madera para ganarse la vida. Había perdido una pierna, pero nunca la cadencia de su alma. Tocaba la marimba, recitaba con humor y sabía cómo convertir el dolor en canto.

“Desde que entraba a la casa ya venía diciendo alguna cosa”, recuerda Linver. “En las horas de la comida siempre escuchábamos sus versos”.
Así nació su amor por la décima. No en un aula ni en un libro, sino en el patio de tierra de una casa en El Zapote, mientras el tío sin pierna contaba cuentos al ritmo del mar.
Aquellas noches moldearon al niño que más tarde haría del verso una forma de resistencia. Antes de cumplir quince años, Linver ya formaba parte del grupo juvenil de su parroquia. Aprendió a tocar el bombo en las misas animadas y a colarse, con la osadía de un adolescente curioso, en los arrullos del barrio San Pedro. Su madre lo reprendía por llegar tarde a casa, pero él ya había descubierto su destino: la música como raíz, la palabra como herencia.
Bajo la guía del maestro Juan García, otro guardián de la tradición afroesmeraldeña, Linver se adentró en los secretos del verso improvisado. Comprendió que una décima no era solo rima y métrica, sino un modo de contar el alma de un pueblo. Años después, su encuentro con el poeta Jalisco González terminaría de pulir su arte. Con él aprendió que la poesía también se siembra, como el cacao o el maíz: con paciencia, con amor y con conciencia de pertenecer a una tierra que canta incluso en el silencio.
Trayectoria de Linver Nazareno
Linver Nazareno ha recorrido escenarios de Ecuador y de fuera, pero su público más fiel sigue estando en Muisne. Lo conocen en las calles, lo saludan los pescadores que regresan al amanecer y las mujeres que aún entonan arrullos en las novenas. Le dicen “el maestro”, pero también “el hijo del pueblo”.
Para él, la décima es un acto político. “Si los portavoces callan, ¿quién podrá hablar del pasado con los que vienen?”, se pregunta. Por eso enseña, recita, escribe y comparte. Su obra, más de 200 décimas, cuentos en verso y relatos históricos, es un archivo vivo de la identidad afroesmeraldeña. En sus textos, las olas tienen nombre y los manglares son testigos del tiempo.
Nazareno denuncia la aculturación, ese fenómeno silencioso que arranca a los jóvenes de su herencia. Habla de la necesidad de rescatar la historia local, de incluir en las escuelas los saberes de los abuelos, las leyendas, los ritmos, las palabras que se están perdiendo. Porque sabe que un pueblo que olvida su voz deja de existir en el mapa del alma.
Cuando el fuego de las antorchas iluminó su rostro durante el homenaje en Muisne, Linver sonrió con una mezcla de humildad y gratitud. Amigos, artistas y vecinos se acercaron a abrazarlo. Algunos lloraban, otros improvisaban décimas en su honor.
“Buen merecido este homenaje al gran Décimero de Muisne”, se escuchaba entre la multitud. Y era cierto. Porque lo suyo no es fama ni espectáculo, sino algo más profundo: la certeza de haber mantenido viva la palabra en tiempos de olvido.

Linver Nazareno no necesita escenarios grandilocuentes. Su público está en los patios, en las escuelas rurales, en las plazas donde los niños aún se asombran al oír un verso. Su legado, ese que se extiende más allá de Muisne, es una antorcha que ilumina la memoria afroesmeraldeña.
Y cuando se le pregunta qué espera del futuro, sonríe y responde: “Que mis versos sigan caminando, aunque yo ya no esté para recitarlos”.
Quizá por eso Muisne lo honra con tanto fervor. Su voz seguirá resonando en las noches del Pacífico, allí donde el viento repite su nombre y las olas, como en una décima infinita, lo devuelven al corazón del pueblo.
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