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RETRATO DE GOETHE
A Goethe le tomó sesenta años culminar su emblemática pieza teatral.Cortesía

Fausto, de Goethe: El hombre que quiso más

El autor insufló al personaje de una nueva vida que trascendió lo meramente diabólico

¿Qué está dispuesto a entregar el hombre por conocerlo todo, por vivirlo todo?

Ningún autor llevó esta interrogante tan lejos como Johann Wolfgang von Goethe, quien durante más de sesenta años de trabajo transformó una antigua historia en una de las obras más monumentales del pensamiento europeo, donde conviven el drama del alma, la alquimia, el amor, la ciencia, la política, el arte, y al final, la posibilidad luminosa de la redención.

El personaje de Fausto ya había sido tratado antes, notablemente en la versión de Christopher Marlowe, pero Goethe le insufla una nueva vida que trasciende lo meramente diabólico. Su Fausto no es un hechicero ávido de poder, sino un sabio que ha llegado al límite del conocimiento humano y, sin embargo, se siente vacío como una copa quebrada. Ha estudiado filosofía, medicina, teología y derecho, ha desentrañado los secretos de la naturaleza y del espíritu, pero nada lo ha colmado. En esa noche de desesperación suprema, cuando la sabiduría se revela insuficiente ante el misterio de la existencia, aparece Mefistófeles con su sonrisa eterna.

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El pacto que se sella entre ambos trasciende lo meramente comercial para convertirse en un duelo filosófico de proporciones cósmicas. Fausto no vende su alma por placeres inmediatos o riquezas terrenales, sino por algo infinitamente más peligroso: la posibilidad de sentir, de vivir un instante tan perfecto que le haga desear su eternidad. La trampa es sutil como el veneno y profunda como el abismo: si alguna vez se detiene en ese deseo, si alguna vez se rinde y pronuncia las palabras fatídicas “¡Detente, eres tan bello!”, entonces Mefistófeles podrá llevárselo. No hay condena por ambición, sino advertencia sobre la detención. El castigo no está en querer más, sino en dejar de querer, en claudicar ante la mediocridad de lo alcanzado.

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La primera parte de la obra es íntima, trágica, profundamente humana en su dolor y su ternura. En ella, Fausto, rejuvenecido por el poder infernal que corre ahora por sus venas como fuego líquido, seduce a Margarita, una joven inocente cuya pureza brilla como una estrella en la noche del mundo.

Lo que comienza como un romance de pasión desbordada se convierte en una tragedia de destrucción implacable: ella pierde su pureza, su madre, su hermano y, en el clímax devastador, a su hijo. Encarcelada por infanticidio, se convierte en la víctima del deseo desbordado de Fausto, pagando con su vida el precio de un amor que nació del artificio diabólico; sin embargo, es ella quien se salva.

La mirada del autor

Goethe, en una de las inversiones más revolucionarias de la literatura occidental, introduce aquí un elemento que desafía toda lógica moral convencional: la inocencia que cae puede ser redimida no por sus actos sino por la sinceridad de su amor; el corazón puro, aunque destruido, puede ser más fuerte que el pacto infernal. La redención aparece no como premio a la virtud, sino como reconocimiento de la profundidad espiritual que trasciende las apariencias del pecado.

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Mientras la primera parte es íntima como una confesión susurrada en la oscuridad, la segunda se eleva a lo épico y alegórico. En ella, Fausto abandona la búsqueda del placer individual para convertirse en un constructor del mundo, un titán que quiere remodelar la realidad misma. Pasa por los salones del poder imperial donde participa en intrigas políticas, contribuye a la creación del papel moneda revolucionando la economía, busca a Helena de Troya —símbolo eterno de la belleza absoluta—, se une a ella en una pasión que trasciende lo mortal, y de esa unión imposible nace Euforión, símbolo de la poesía romántica que arde brillante como una antorcha en el viento. Pero ni la belleza clásica ni la acción política logran satisfacer su deseo profundo e insaciable.

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En los últimos actos, Fausto experimenta su transformación más radical: ya no es amante ni sabio, sino un creador social movido por una visión utópica. Quiere ganar tierra al mar, fundar una comunidad libre donde la humanidad pueda desarrollarse en dignidad y justicia. Pero incluso en esta noble empresa comete errores que revelan la persistencia de su ceguera moral: ordena la muerte de Filemón y Baucis, una pareja anciana que vivía en esas tierras y se negaba a abandonar su hogar, recordando que hasta las más altas aspiraciones pueden corromperse cuando olvidan su humanidad esencial.

Fausto envejece, se queda ciego físicamente pero ve más claro que nunca espiritualmente, y en el último instante vislumbra un futuro radiante en el que la humanidad vive dignamente en comunidad, libre de la opresión y la miseria. En ese momento de éxtasis visionario, pronuncia la fatídica frase que sellará su destino: “¡Detente, eres tan bello!”

¿Ha perdido entonces? ¿Se ha condenado al pronunciar las palabras que Mefistófeles esperaba desde el inicio del pacto? La respuesta llega en una escena final que es casi un oratorio místico, donde la música celestial resuena más fuerte que los reclamos del infierno. Mefistófeles se presenta a reclamar su premio, pero ángeles irrumpen desde las alturas y arrebatan el alma de Fausto en una batalla cósmica entre la luz y las tinieblas. El diablo, burlado y confundido, no puede comprender cómo el alma que se le había prometido con todas las formalidades legales del infierno le es negada por una justicia superior que trasciende sus cálculos.

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Buscar la redención

La clave de esta aparente paradoja está en el movimiento perpetuo del alma faústica: aunque Fausto erró mil veces, aunque causó dolor y destrucción, nunca dejó de buscar, nunca se detuvo en la complacencia de lo alcanzado. Su deseo fue auténtico hasta el final, no quiso detenerse en el placer egoísta sino en la visión de una humanidad libre y digna. Y sobre todo, no estuvo solo en su tránsito hacia la redención. Gretchen, ahora transfigurada en una figura celestial que brilla con la luz del amor perdonado, intercede por él ante el tribunal supremo, demostrando que el amor sincero puede trascender la muerte y la culpa para convertirse en fuerza redentora.

El final resuena con una frase que ha sido interpretada de múltiples formas por generaciones de lectores y críticos: “Lo eterno femenino nos arrastra hacia lo alto”. La feminidad, entendida como principio cósmico de amor, misterio y gracia, redime lo que la ambición masculina no pudo salvar por sí sola, sugiriendo que la salvación última requiere la integración de los principios complementarios que rigen el universo.

Fausto no es solamente la historia de un individuo extraordinario, sino la historia del alma occidental en su hora más brillante y peligrosa, el retrato de una civilización que ha llegado a la cima del conocimiento y el poder pero se debate entre la sabiduría y la destrucción. El deseo de saber, de controlar, de transformar el mundo, no es condenado por Goethe como pecado original, sino exaltado como impulso esencial del espíritu humano. Lo que denuncia con precisión es la ceguera moral que puede acompañar a la grandeza, la vanidad vacía que se disfraza de sabiduría, el olvido de los otros que convierte al genio en monstruo.

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Fausto es una advertencia profética sobre los peligros de la desmesura, pero también una esperanza inquebrantable en la capacidad humana de redención y crecimiento.

El hombre que quiso más no fue condenado por querer, sino salvado por no rendirse jamás a la inercia del vacío, por mantener vivo el fuego de la búsqueda incluso cuando esta lo llevaba por senderos de error y dolor. Goethe no predica la perfección imposible, sino la fidelidad al deseo profundo, al amor que trasciende la posesión, a la búsqueda incansable de la verdad y la belleza que justifica los riesgos del camino.

No es un texto para leer una vez y olvidar, sino para regresar a él como quien vuelve a casa después de largos viajes, encontrando siempre nuevos tesoros en habitaciones que creía conocer.

Al final, en su última escena celestial, cuando los coros angélicos cantan y la oscuridad es derrotada por la luz que no puede ser extinguida, el lector comprende que Goethe no escribió un drama sobre la caída inexorable del hombre, sino sobre la posibilidad luminosa, eternamente renovada, de levantarse de cada caída para continuar la ascensión hacia las cumbres del espíritu donde la humanidad encuentra por fin su verdadero hogar.

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