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Ernesto Albán Ricaurte | ¿La democracia aún es posible?

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El debate público se ha convertido en un campo de batalla de posiciones irreconciliables

La democracia atraviesa una crisis global. Según el Latinobarómetro, en Latinoamérica solo el 48 % apoya la democracia como la mejor forma de gobierno, un 27 % es indiferente a vivir en un sistema democrático o autoritario. En Europa, según el Eurobarómetro crece el rechazo a partidos y parlamentos, mientras que en Estados Unidos, el 85 % cree que su sistema político necesita “cambios importantes” o una “reforma total”.

Este descontento ha creado un terreno fértil para liderazgos populistas que, bajo el argumento de representar la ‘voluntad del pueblo’, concentran poder y debilitan los contrapesos. En América Latina, Bukele en El Salvador destituyó magistrados y fiscal general, y estableció la reelección indefinida. López Obrador, en México, redujo la autonomía de organismos electorales. En Europa, Orbán en Hungría y Morawiecki en Polonia limitaron la independencia judicial. Y en Turquía, Erdoğan transformó un sistema parlamentario en presidencialista con amplias facultades.

La polarización política agrava el panorama. El debate público se ha convertido en un campo de batalla de posiciones irreconciliables, amplificado por redes sociales que funcionan como altavoces de la desinformación. La capacidad de distinguir hechos de propaganda se erosiona, y la conversación pública se fragmenta.

Las causas de fondo son profundas. La desigualdad económica persiste y se acentúa. La revolución digital ha convertido las elecciones vulnerables a la manipulación de datos. El desencanto crece con promesas incumplidas y corrupción permanente.

La fortaleza de la democracia depende de ciertos signos de resistencia: movilización ciudadana; periodismo independiente; tribunales autónomos; movimientos sociales activos; y, programas de educación cívica que permitan discernir entre información veraz y propaganda.

Entonces, ¿la democracia aún es posible? Sí, pero no de forma automática. Requiere reforzar instituciones, garantizar transparencia, reducir desigualdades y abrir canales de participación efectivos. No se trata de una herencia irreversible, sino de una construcción diaria.

La democracia no muere de un golpe, sino por la suma de pequeñas renuncias.