Iván Baquerizo | Consulta o plebiscito

El problema de fondo es cultural. Hemos reducido la democracia a un pulso de popularidad presidencial
Desde la antigua Roma, el Senado solía rechazar una buena ley simplemente para evitar que el cónsul de turno se anotara una victoria política. No se debatía sobre el contenido de una propuesta, sino sobre quién la presentaba. Dos milenios después, esa perversa costumbre sigue vigente: la discusión rara vez es sobre el qué; casi siempre es sobre quién.
Días atrás, el Gobierno presentó siete preguntas para una próxima consulta popular. No voy a entrar a hacer juicio de valor sobre lo conveniente o inconveniente de cada una. Eso se lo dejo a cada ciudadano para su propio discernimiento. En mi caso particular, unas votaré SÍ y otras votaré NO. Simplemente porque de eso se trata: de una consulta popular y no de un plebiscito.
No obstante, el anuncio encendió de inmediato el tablero político. No importó el contenido: la oposición decidió al instante que la respuesta será un NO rotundo. No porque cada propuesta sea inconveniente, sino porque hay que decirle NO al Gobierno.
Este patrón no es nuevo. En 1986, la consulta de Febres-Cordero, y en 1995, la de Durán Ballén, fueron rechazadas en bloque por la oposición, aunque incluían reformas sensatas. En 2008, el referéndum constitucional de Correa se convirtió en un plebiscito sobre su liderazgo. En 2018, con Moreno, y en 2023, con Lasso, el voto se usó como arma de guerra política y no como herramienta de deliberación ciudadana.
El problema de fondo es cultural. Hemos reducido la democracia a un pulso de popularidad presidencial. Aquí no existe el concepto de democracia directa que practican sociedades maduras como la suiza por ejemplo, donde se evita que las decisiones populares pasen por el filtro sesgado de los representantes en la Asamblea. En Ecuador, al ciudadano se lo empuja a dejar de evaluar si una propuesta es buena o mala y se lo incita a decidir si quiere premiar o castigar al mandatario de turno. El resultado es perverso: el NO puede bloquear reformas necesarias, y el SÍ puede abrir paso a cambios peligrosos, simplemente porque la campaña se centró en destruir o blindar a una figura política.
El liberalismo clásico defiende la deliberación informada y el debate de las ideas. Alexis de Tocqueville advertía que la democracia se degrada cuando la opinión pública se deja arrastrar por pasiones. Hayek recordaba que “la responsabilidad individual exige que juzguemos las propuestas por su mérito y no por la mano que las presenta”.
Pero aquí, el voto se convierte en un juego de intereses políticos mezquinos. No importa el contenido de la pregunta; no importa el país. Lo que importa es el rédito político. Y así, la consulta deja de ser un espacio de deliberación y controversia para convertirse en otra batalla de nuestra interminable y cansina guerra electorera.
Quizá por eso los romanos desconfiaban de las leyes que se aprobaban o rechazaban por cálculo político. Sabían que esa práctica minaba la República. Nosotros, dos mil años después, seguimos cayendo en la misma trampa: disfrazamos de consulta lo que en realidad es un plebiscito. Y así, como en Roma, la política termina siendo una arena de circo y gladiadores, donde la República se degrada y la decadencia se vuelve inevitable.
¡Hasta la próxima!