
El abismo del ser: Hamlet como espejo de la condición humana
El clásico de William Shakespeare ofrece una mirada sobre el poder, la corrupción y la conciencia trágica
Escrita entre 1599 y 1601, en la cúspide del reinado isabelino, Hamlet emerge en un momento de transición radical para Inglaterra y Europa. El siglo XVI concluía en medio de un mundo en ebullición: el viejo orden medieval, sostenido por la teología, la monarquía absoluta y los lazos de vasallaje, se resquebrajaba ante una modernidad aún incierta, marcada por guerras de religión, el surgimiento del individuo y el nacimiento del Estado moderno. Inglaterra, tras décadas de conflicto dinástico y religioso, había logrado cierta estabilidad bajo Isabel I, pero el espectro de la sucesión -la reina no tenía herederos- agitaba la política. En paralelo, florecía un nuevo humanismo que, aunque celebraba la razón, también se asomaba al abismo de la duda.
Fue en ese cruce de tensiones donde Shakespeare escribió su tragedia más introspectiva y política. Hamlet no puede comprenderse sin ese trasfondo de incertidumbre histórica: una época en que la autoridad divina del rey comenzaba a ser cuestionada, el teatro servía como espejo crítico del poder, y los individuos experimentaban, por primera vez, la soledad de la conciencia. El personaje de Hamlet -príncipe, heredero, intelectual y testigo del derrumbe de un mundo- encarna ese espíritu escindido de su tiempo. No es casual que haya estudiado en Wittenberg, cuna de la Reforma protestante, ni que su drama se articule en torno a un crimen fundacional: el asesinato del padre, símbolo del colapso del orden anterior.
Hamlet no es solo una cima del teatro occidental: es un espejo oscuro y brillante de la conciencia humana. A lo largo de más de cuatro siglos, el príncipe melancólico de Dinamarca ha obsesionado a generaciones de lectores, directores, actores y críticos, no solo por la riqueza de su lenguaje o la complejidad de su trama, sino porque en él se cifran los dilemas fundamentales de la existencia: el ser, la duda, la traición, la locura, la muerte y -sobre todo- el poder.
Aunque frecuentemente leída como una tragedia filosófica, Hamlet es también una obra de poderosa dimensión política. Shakespeare no se limita a dramatizar la conciencia atormentada de un individuo, sino que retrata la descomposición de un cuerpo político. La célebre frase “Algo huele a podrido en el estado de Dinamarca”, pronunciada por Marcelo, no es un comentario incidental: es la clave de lectura de toda la obra. Desde el primer acto, el reino está corroído por un crimen estructural: el asesinato del rey legítimo y la usurpación del trono por su hermano Claudio.
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Claudio encarna el arquetipo del poder ilegítimo, que nace del crimen y se mantiene mediante la simulación. Su figura representa la corrupción más profunda: la del orden natural, familiar, religioso y político. No hay herejía mayor que asesinar al hermano y casarse con la cuñada, y hacerlo en nombre de la estabilidad. Claudio no es un tirano impulsivo, sino un cínico: no se atormenta por su crimen, sino por el temor a ser descubierto. Sus rezos son maniobras de supervivencia; su gobierno, una fachada ritualista que oculta un reino gangrenado.
Más inquietante aún es que Claudio no gobierna con brutalidad, sino con seducción, astucia y control simbólico. Se presenta como garante de la continuidad dinástica, esposo devoto, defensor de la nación ante amenazas externas. Hamlet revela la cara más insidiosa del poder: la que se disfraza de virtud, se adorna con protocolo y se impone a través de la manipulación emocional.
La tragedia de Hamlet no reside únicamente en la muerte del padre, sino en la indiferencia que la rodea. El crimen ha sido normalizado, el duelo reprimido, y la corte prosigue su vida cortesana como si nada hubiera ocurrido. Gertrudis, su madre, se adapta sin remordimientos. Polonio reduce la política al arte de la vigilancia y la conveniencia. Rosencrantz y Guildenstern se pliegan dócilmente al nuevo orden. Nadie quiere mirar debajo de la superficie, porque hacerlo implicaría confrontar la podredumbre.
En este contexto, Hamlet es un disidente solitario. Su locura -real o fingida- es una forma de resistencia frente a un poder que todo lo absorbe. No puede vengar a su padre sin replicar la violencia que lo corrompe. No puede actuar sin destruirse. Su dilema es el del intelectual o del ciudadano ético en un mundo degradado: ¿cómo actuar moralmente cuando toda acción está contaminada por el sistema que se desea combatir?
En este dilema existencial resuena la célebre frase “ser o no ser”, que ha atravesado los siglos como emblema de la duda moral y metafísica. Resume el drama íntimo del príncipe Hamlet: actuar a pesar del tormento interior, o sucumbir ante la angustia y elegir la muerte como escape. No se trata solo de un lamento personal, sino de un símbolo universal de la incertidumbre humana ante un mundo que ha perdido su sentido moral.
Claudio es, en muchos sentidos, un príncipe maquiavélico. No por citar a Maquiavelo, sino por encarnar su enseñanza más perturbadora: el poder no se sustenta en la virtud, sino en la eficacia. Como el Príncipe renacentista, Claudio comprende que para conservar el trono debe controlar las apariencias, dominar la escena y actuar sin escrúpulos. Su crimen es fundacional: inaugura un nuevo orden. El asesinato es técnica de gobierno, no desvarío pasional.
Pero Shakespeare, a diferencia de Maquiavelo, no nos ofrece una lectura cínica ni optimista. La lógica maquiavélica está presente, pero sus consecuencias son trágicas: el nuevo régimen no trae estabilidad, sino descomposición. La razón de Estado que Claudio representa degenera en vigilancia, sospecha y muerte. Si Maquiavelo justifica los medios en nombre del Estado, Hamlet nos advierte que cuando el medio es el crimen, el Estado se convierte en maquinaria de muerte.
Desde otro ángulo, el pensamiento de Hobbes -especialmente en Leviatán (1651)- también resuena. Hobbes parte de una hipótesis radical: sin autoridad central, la vida humana se convierte en una guerra de todos contra todos. El soberano, incluso autoritario, garantiza el orden frente al caos. Claudio podría ser visto, desde esta óptica, como el Leviatán necesario: el que impone la paz, aunque provenga del crimen.
Y sin embargo, Hamlet subvierte esta lógica. Claudio no impone paz: disfraza el conflicto, lo empuja a las sombras. Su poder no protege: manipula, corrompe, vigila. La comunidad política no se funda en la ley, como en Hobbes, sino en el secreto y el miedo. El resultado no es orden, sino parálisis.
Hamlet encarna así una respuesta trágica tanto a Maquiavelo como a Hobbes. No acepta ni la razón de Estado ni el pacto que legitima al usurpador. Su resistencia no es política: es existencial. Elige la duda antes que la obediencia, la palabra antes que la acción inmediata. El costo es altísimo: mueren su familia, sus amigos, la reina, él mismo. Pero en su negativa a someterse, en su fidelidad a una conciencia no corrompida, restituye -en medio del caos- la posibilidad de una verdad. Y esa verdad, como toda verdad trágica, no salva, pero ilumina.
El genio de Shakespeare consiste en anticipar, mediante el drama, las grandes preguntas de la modernidad política. Antes de que Maquiavelo y Hobbes teorizaran sobre el poder, Hamlet los había convertido en palabra viva, en cuerpo, en escena. Nos muestra que el poder sin legitimidad devora a sus súbditos, y que la corrupción no es un accidente, sino un principio estructural de los regímenes ilegítimos. Pero también nos recuerda que, incluso en medio de la oscuridad, puede alzarse una voz que, aunque quebrada, aún se atreve a decir: “hay algo más”.
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En tiempos donde el poder se disfraza de virtud y la corrupción adopta el lenguaje de la eficiencia, leer Hamlet a la luz de Maquiavelo y Hobbes no es un ejercicio académico: es una forma urgente de mirar el presente con mayor lucidez.
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