
Las raíces de Guayaquil no se olvidan
Hay tradiciones que perduran. La religión, la gastronomía y la cotidianidad popular reivindican su historia y su esencia
El calor. Los soportales. Las chazas. La Bahía. El grito de los vendedores de lotería mientras los pecadores salen confesados de la iglesia San Francisco. El palo encebado. Los colores celeste y blanco estampados en las aceras calientes. Barcelona, Emelec. La carne en palito. Los desfiles en la 9 de Octubre. Todo eso grita ‘Guayaquil’.
Es cultura, es gastronomía, es cotidianidad. Es la Perla del Pacífico en todo su esplendor. La que ha salido adelante a pesar de los incendios, las pestes, los piratas y otras amenazas que cambian con el paso de las décadas, pero que no terminan de mermar el espíritu porteño.
Guayaquil es una ciudad de tradiciones forjada por personas alegres, trabajadoras, francas y muy valientes que, aunque sienten temor, nunca se detienen, enfrentan los problemas y los resuelven, con esa determinación que se transmite de generación en generación.
Guayaquil es una ciudad de fe. Cuenta el investigador histórico Wilman Ordóñez que desde la época colonial por el Día de Santiago Apóstol, patrono de la ciudad, se realizaban actos religiosos como misas y procesiones en la Catedral.
”Se paseaba al santo por las calles de la ciudad. Había devoción por el santo patrono. Y como se nos enseñó históricamente que también era la ‘fundación de la ciudad’, se incluía desfiles cívicos y militares para disfrute de la ciudadanía y extranjeros en Guayaquil”, expone.

Si bien algunas de esas celebraciones quedaron olvidadas, hoy los porteños tienen otras demostraciones de fe. Colocar el retrato de Cristo Rey en los ventanales cada noviembre, o madrugar en Viernes Santo para ir a la calle A a la procesión del Cristo del Consuelo. No importa que el sol lastime ni que la suela del zapato arda ese día. Hay que agradecer el milagro.
Los desfiles son infaltables. En julio y octubre, bandas de guerra escolares recorren los barrios y al son de los xilófonos y los redoblantes van entonando canciones en honor a la ciudad, lo que hasta a cualquier despistado le hace volver a la realidad. Es el mes de Guayaquil.
Modificación de calles
Las calles del centro, tradicionalmente, han sido escenario de cientos de celebraciones por la Perla del Pacífico, aunque con el tiempo han sufrido modificaciones.
“Los bomberos resisten aún con su caravana motorizada y carros por la 9 de Octubre. No obstante, en ellos mismos ha desaparecido la convocatoria a comer colectivamente ‘el llamao’, un plato típico parecido al seco de gallina criolla al que concurrían no solo los bomberos, sino la familia de estos y algunas familias de estratos populares de la ciudad”, cuenta Ordóñez.
Guayaquil se ha forjado en sus barrios. Pero hay escenas que cada vez quedan solo en la memoria. Las galladas en las esquinas, las señoras sentadas en las sillas de plástico conversando de alegrías, tristezas y de la vida ajena, los chicos y grandes jugando indor en la calle, utilizando cuatro piedras como arcos, con un balón que es más duro que una roca y que solo debe entrar “rodando” en la portería para que el gol sea válido.
El heladero, la presencia ideal en la tarde calurosa, haciendo sonar su campana para ofrecer el dulce con sabores de coco, naranjilla y mora.
Aún en el sur de la ciudad quedan los vestigios de ese Guayaquil en el que se jugaba a la rayuela, al trompo, al yoyo, en el que padre e hijo salían a volar cometas en agosto.
O la fiestas de barrio, en que se unía toda la comunidad con el fin de reunir premios para el palo encebado, juego en que los niños debían escalar una caña untada con cebo; o para pintar las aceras de celeste y blanco.
Y en esas galladas no faltaban los apodos, tan tradicionales como los propios vecinos, que respondían a ellos con orgullo o resignación. En ‘Gaita Triquimoqui’, la recordada obra de Eugenio Haddaty, se hace referencia al tema, en una escena en la que un hombre va a buscar a “Caregallo”, con un cómico final.
¿La vida de barrio se pierde?
El investigador histórico Fernando Mancero explica que esa vida de barrio ha ido perdiéndose con la migración a urbanizaciones cerradas en zonas de la periferia de la ciudad.
La gastronomía define al guayaquileño. Y podemos hablar de lo único y especial que es para el porteño degustar el encebollado. Con chifles y limón. Todos tienen su ‘hueca’ donde sabe mejor y le dan bien despachado. Y ni se les ocurra ponerle canguil o maíz tostado.
Pero hay que ambientarlo. El sol golpea fuerte y entras al local, te limpian la mesa y de fondo suena “Cinco centavitos” de Julio Jaramillo, mientras pides una heladita -cola, jugo o cerveza- para aplacar el calor.
O avanzar a la calle Los Ríos o Sauces 6 para comer cangrejos, mientras la salsa de Héctor Lavoe suena furiosa y saturada por un parlante viejo y tres lagarteros se acercan a tu puesto para entonar un par de boleros a cambio de “tu voluntad”.
El historiador Xavier Flores dice que la gastronomía es uno de los atributos de Guayaquil. “Como desde temprano tuvo una población comercialmente activa, aquí sí se desarrolló una competencia por la buena comida. Es una comida deliciosa, que por su buen precio no la encuentras con la misma facilidad en otras partes del Ecuador”.

La chicha resbaladera, el arroz con menestra y la carne en palito son platillos típicos, pero ya no gozan la misma popularidad de décadas atrás, reflexiona.
Para el doctor e investigador histórico Gustavo Cáceres, en Guayaquil las familias siguen utilizando medicina herbaria para curar dolencias. “Es que antes se utilizaba, por decirlo así, como antibiótico, el ajo, la miel de abeja, el orégano, el romero, el tomillo, la sábila o el jengibre. Todo natural”.
Y es que, a pesar de las amenazas propias de la modernidad, Guayaquil intenta cuidar sus tradiciones y su cultura, aquella que la hace única en el mundo.
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