
Guillermo Arosemena: “Yo soy un revisionista de la historia”
Guayaquileño, historiador y voluntario, hombre que comparte su vida de compromiso y servicio que deja un legado inolvidable
Guillermo me recibe en su casa con la calidez de quien parece conocerte de toda la vida. Su andar es pausado pero firme, como reflejo de un espíritu que no se rinde. A sus 80 años, y tras ocho enfrentando el cáncer, sigue adelante con la energía serena propia de alguien que elige vivir con esperanza.
La conversación comienza en cuanto nos sentamos en la sala. Hablar sobre la historia del Ecuador lo entusiasma, pero también lo inquieta. Con una sonrisa, toma el celular y me envía algunos de los más de tres mil artículos que ha escrito. “¿Usted es tecnológico?”, le pregunto al verlo tan ágil con el dispositivo. “Bueno, a mí siempre me ha gustado estar al día”, responde con humildad y una chispa de orgullo.
Su familia
Son ya 61 años junto a su esposa: “57 de casados y 4 de enamorados”, precisa con una sonrisa. Juntos formaron una familia con dos hijos, siete nietos y hasta el momento un bisnieto. Con tristeza confiesa que sus nietos no viven en el país. Le pregunto si siente la necesidad de tenerlos cerca y, con una mirada cargada de nostalgia, me responde: “Por supuesto que sí”.
Me cuenta con agrado que su esposa habla a la perfección cuatro idiomas: español, francés, alemán e inglés. Durante años ella trabajó en la empresa familiar, Sí Café, pionera en el país en la producción de café soluble, hasta que llegó el difícil momento de la jubilación.
Antes de mudarse a su actual vivienda, residieron medio siglo en la urbanización Los Ceibos. A su esposa le costó aceptar el cambio: “Tiene una vegetación maravillosa, está rodeado de colinas”, solía decir ella. Y aunque ahora no están tan rodeados de naturaleza, han encontrado paz y comodidad en su nuevo hogar.
Primeros pasos
“Siempre tuve alma de emprendedor. Mi primer negocio lo inicié junto a Lucho Noboa Naranjo, quien entró como accionista principal. Era una empresa dedicada a fabricar sellos con un adhesivo especial que se activaba con la humedad”, recuerda con entusiasmo. La idea estaba pensada para colocarlas en frutas de exportación, en especial el banano Cavendish, la variedad más común en los mercados internacionales y que Ecuador comenzaba a exportar con fuerza.
Tenía apenas 23 años y acababa de graduarse en Georgetown. “Fui donde Lucho y le dije: ‘Tengo este proyecto. Plata no tengo, pero me gustaría invitarlo a ser parte como accionista’. Aceptó y se quedó en el negocio durante cinco años con el 51 % de participación. Más adelante, también visité a Juan José Vilaseca Valls, quien se sumó con un 15 % de aporte”, dice.
Así nació Productos Adhesivos, una empresa que mantuvo por casi dos décadas. Finalmente, decidió venderla a dos excolaboradores que continuaron con el legado, aunque bajo un nuevo nombre.
Historiador
Pocas cosas resultan más frustrantes, para Guillermo que investigar, descubrir la verdad, formular políticas basadas en evidencia y ver cómo todo es ignorado deliberadamente, mientras se siguen defendiendo “mentiras desenmascaradas”, solo porque el tiempo -y a veces el apellido de quien las inventó- las ha consagrado, explica.
Durante cinco años publicó la serie Memorias Porteñas en Diario EXPRESO, una iniciativa impulsada por su fundador, Galo Martínez Merchán. Más adelante, le ofrecieron una columna en la página intercultural. Entre ambas etapas, ha escrito cerca de 500 textos. “Debo decir que, más que historiador, me he dedicado a revisar la historia. Me considero un revisionista”, comenta con convicción.
“En algún momento comprendí que la historia ecuatoriana está plagada de vacíos, falsedades, mitos y verdades a medias”. Al preguntarle por qué ocurre esto, su respuesta es tajante: “Por culpa nuestra, de los guayaquileños. Hemos permitido que los historiadores de la Sierra se conviertan en los dueños del relato histórico”.
Lamenta que cuestionar la historia oficial se perciba casi como una ofensa: “Ha habido cierto temor en los historiadores guayaquileños en rebatir, pero yo no les he tenido miedo”. Su mirada crítica no se limita al Puerto Principal. “La historia del 10 de agosto también se ha contado mal”, afirma.
Como ejemplo, recuerda su colaboración con la revista Cultura del Banco Central, donde fue invitado a escribir un ensayo sobre la Revolución Juliana. Tras meses sin respuesta, llamó y le dijeron: “Guillermo, este ensayo jamás será publicado. El consejo editorial lo ha prohibido”.
Aunque finalmente lo publicaron, lo hicieron bajo el título Versiones de la Revolución Juliana, acompañado por otro enfoque. “El asunto causó revuelo -recuerda-, incluso apareció en los diarios de Guayaquil”.
Voluntariado
“Dediqué 37 años de mi vida al voluntariado guayaquileño”, dice con orgullo. Su historia comenzó el 2 de enero de 1974 en Solca, donde fue el miembro más joven del Consejo Directivo Nacional, vicepresidente y presidente encargado. A los 27 años ya presidía la Comisión de Construcción del Hospital de Solca. “Durante décadas, la Junta de Beneficencia nos facilitó un edificio frente al cementerio. En 1992 inauguramos el primer hospital propio. Hoy Solca crece sin parar”.
Más tarde, fue invitado a colaborar con la Junta de Beneficencia, donde le asignaron el Hospital Luis Vernaza, con raíces que se remontan al siglo XVI. “Ahí estuve 11 años. No fui voluntario para salir en la foto; metí el hombro, hice cambios reales”. También apoyó con mejoras en la maternidad y el hospital de niños.
Cree firmemente en el valor del voluntariado: “El voluntariado guayaquileño es único en América Latina. Hay más de 400 instituciones”. Sin embargo, lamenta que su fuerza se haya debilitado. “Hoy muchos prefieren hacer una donación que dedicar tiempo. Pero hay una gran diferencia entre girar un cheque y ofrecer tu tiempo sin esperar nada, ni siquiera las gracias. Eso es verdadero compromiso”.
En paz
Guillermo se declara creyente, sin titubeos. “Soy muy creyente. Si has sido un buen cristiano, no tienes por qué temerle a la muerte”, dice con calma. Para él, la fe no se mide por rituales diarios cumplidos al pie de la letra, sino por la forma de vivir. Ser cristiano, afirma, es ayudar al otro sin esperar nada a cambio, es ofrecer tiempo, compromiso y compasión.
El voluntariado, en su caso, ha sido también una expresión profunda de esa convicción. Cuando le pregunto si está en paz con Dios, responde sin dudar: sí. Reconoce que muchas personas temen a la muerte, pero él no. Siente tranquilidad, porque ha procurado vivir con sentido, con entrega y con coherencia.
Y esa certeza, construida a lo largo de los años, le permite mirar el final no con angustia, sino con serenidad. Su vida, tejida de servicio silencioso y convicciones firmes, deja una huella que trasciende. Porque hay quienes buscan la eternidad en el reconocimiento, y otros, como él, que la encuentran en la paz de haber hecho el bien sin pedir nada a cambio.
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