Sophia Forneris | La hipocresía del poder
La ciudadanía no es ingenua: cuando el poder controla el relato, lo único que se fortalece es la sospecha
Los gobiernos que llegan al poder con la bandera de la transparencia suelen terminar acusados de exactamente lo contrario: opacidad, falta de rendición de cuentas y debilitamiento de los organismos que, en teoría, deberían fiscalizarlos. Y eso es lo que estamos viviendo. El llamado ‘nuevo Ecuador’ se parece demasiado al antiguo. La desconexión entre gobernantes y ciudadanía persiste y se profundiza. Durante la campaña se habló de acabar con la corrupción, pero semana tras semana el país despierta con una nueva controversia. Escándalos que se intenta minimizar, esconder o diluir. Cambia la narrativa, pero el guion se repite. Algunos políticos creen que comprando medios de comunicación podrán mejorar su reputación. No entienden que esa estrategia no genera confianza sino más incertidumbre. La ciudadanía no es ingenua: cuando el poder controla el relato, lo único que se fortalece es la sospecha.
Cambian los rostros, no las prácticas. Una cara distinta, la misma hipocresía. Lo he dicho antes y lo repito: no les creo. No porque todos sean idénticos, sino porque el sistema sigue diseñado para beneficiar a los mismos de siempre: amigos, aliados, círculos cerrados.
Hoy tenemos asambleístas que hablan con orgullo de cómo un mensaje en Instagram fue suficiente para ser nombrada ministra. Imagínese el nivel de mediocridad institucional: basta con caerle bien al gobernante en redes sociales para acceder a uno de los cargos más altos del Estado. ¿Experiencia? No es necesaria. ¿Formación? Opcional. Mientras la imagen sea ‘decente’, parece suficiente. ¿Familiares dentro del mismo gobierno? Por supuesto. Y no se olviden de colocar también a los hijos de los amigos, no vaya a ser que luego reclamen favores cuando coincidan en el club. El nepotismo ya ni siquiera se disimula; se normaliza. Un grupo de inexpertos que, hasta hoy, no se ha dignado ni siquiera leer la Constitución. Pero lo más preocupante es que ya a nadie le sorprende. Vivir con inseguridad, corrupción y un gobierno sin ganas reales de trabajar se ha convertido en la nueva normalidad. Hace algunos años cuestionaba a los jóvenes que se iban del país. Pensaba -quizás ingenuamente-que por amor a la patria debíamos quedarnos y luchar por mejorar nuestra situación. Hoy me hago otra pregunta: ¿para qué? Si el nuevo Ecuador es, en el fondo, exactamente igual al viejo.