Fin de año Tía Loca
Recordando las fiestas de Fin de Año en la playaTeddy Cabrera

Cuando Salinas era un secreto de Fin de Año

Mucho antes del show, los brillos y el gentío, la celebración en la playa era fría, incómoda y curiosamente perfecta 

Cada familia tiene una tradición de fin de año que no se discute ni se negocia. En la mía, durante muchos años, fue ir a la playa. A Salinas. Aunque nadie entendiera por qué, aunque no estuviera de moda y aunque el clima fuera ese frío traicionero que convierte la playa en un frigorífico con vista privilegiada al océano.

Ir era un sí absoluto. Sin derecho a réplica. El carro salía tan lleno que parecía mudanza mal planificada: cachivaches, regalos de Navidad, moldes con comida preparada y, por supuesto, un espacio cuidadosamente calculado para la mascota de turno. Porque en esa Salinas de antes lo único abierto era una tienda de abarrotes atendida por un gruñón que silbaba todo el día, daba caramelos como vuelto y tenía más química con los perros que con los humanos.

Aunque hoy suene a cuento exagerado, hubo una época en la que muy poca gente iba a la playa a pasar Año Nuevo. Éramos tan pocos que nos reconocíamos las caras y, siendo honestos, a las 12:03 ya estábamos profundamente dormidos. Celebración express. Misterio resuelto.

El verdadero epicentro de la farra

El centro neurálgico de todo era el Salinas Yacht Club. Hoy sigue siendo el lugar para ver y ser visto; antes también, pero con menos cámaras, menos poses y mucha más paciencia. La banda del momento -o la que aceptaba viajar hasta el balneario con evidente desgano y tarifa inflada- tocaba en una esquina de la planta baja, mientras el bufete se servía con total indiferencia a la música.

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Con los años, ese punto se volvió turismo nacional. Y como toda atracción exitosa, aparecieron los imitadores: bares y discotecas que intentaban copiar la fórmula con resultados discutibles. Es que, ¡querida mía!, el Yacht siempre iba un paso adelante. Cada año subía la vara: mejores luces, mejor música, mejores licores y esos accesorios indispensables para que cualquier adulto se creyera joven otra vez: sombreros absurdos, gafas gigantes y collares de colores que gritaban Feliz Año Nue

El clímax llegaba al amanecer. Con los primeros rayos del sol aparecía, casi como por arte de magia, el meloso de pollo. No era un plato: era una promesa cumplida. El antídoto oficial contra cualquier chuchaqui con dignidad.

Después, con la barriga llena y el corazón contento, venía el regreso estratégico a casa. Caminando por la playa, con el sol directo en las pupilas y la intención clara de despistar a los amigos policías. Sin los tacos, ¡por supuesto mi amor!, porque una cosa es la elegancia y otra muy distinta es negociar con la arena. Eran otros tiempos: más lentos, más ingenuos y con menos fiscalización.

Y como toda tradición que se respeta, la cosa evolucionó. Ya no bastaba con ir a la playa: había que recibir el Año Nuevo en pleno mar. Desde ahí -decíamos con convicción absoluta- todo se veía mejor. Y la verdad, nadie estaba dispuesto a contradecirnos.

Al principio eran pocas las embarcaciones que se animaban a semejante disparate. Recuerdo que la primera vez hasta a nosotros nos pareció medio arriesgado. Mientras todos regresaban a cambiarse y a ponerse los brillos para la noche, nosotros salíamos bien enrumbados, champán en mano y fe intacta. Hoy parece que a las doce de la noche hay más botes celebrando que barcos saliendo a faena diaria de pesca.

Porque definitivamente desde el mar la vida es más sabrosa. Los fuegos artificiales se ven mejor, las luces de bengala iluminan toda la punta de Santa Elena y esa pólvora llega como una brisa ligeramente fresca… a inflamarnos la garganta.

Eso sí, desde entonces perdimos la tradición de hacer años viejos. ¡Queridos, que desde el mar es un poquito complicado quemarlos!

Luego acoderábamos nuevamente en el club a seguir la farra hasta esas míticas “quince de la mañana”, ese huso horario inventado como hora oficialmente por el grupo dominicano Oro Sólido y su inolvidable tanguita roja.

Así recuerdo esos fines de año: fríos, salados, llenos de música insistente y el meloso salvador. Mi añorada Salinas, cuando todavía era un secreto compartido entre pocos…

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