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Álvaro Uribe se convierte en el primer expresidente colombiano condenado penalmenteExpreso

La condena de Álvaro Uribe en una Colombia polarizada

En un país donde la justicia ha sido históricamente débil frente al poder, este fallo representa un hito

Por primera vez en la historia de Colombia, un expresidente ha sido declarado culpable en un juicio penal. La jueza Sandra Heredia sentenció a Álvaro Uribe Vélez por los delitos de soborno a testigos y fraude procesal, tras un proceso de más de una década que comenzó cuando el propio Uribe denunció al senador Iván Cepeda, pero terminó siendo investigado él. La ironía judicial quedó servida.

La condena no gira en torno a su política de seguridad o a su lucha contra la guerrilla, sino a algo más grave en términos institucionales: haber intentado manipular la justicia mediante presiones y ofrecimientos ilegales a exparamilitares para que cambiaran su testimonio. Uribe, líder de un movimiento que se jactaba de combatir el crimen, fue sentenciado por utilizar prácticas del crimen para protegerse.

En un país donde la justicia ha sido históricamente débil frente al poder, este fallo representa un hito. Pero no llega en tiempos de armonía: Colombia está profundamente polarizada.

A un lado, un gobierno de izquierda liderado por Gustavo Petro, señalado por muchos como filoterrorista, con una narrativa que romanticiza la lucha armada y enfrenta denuncias de corrupción, improvisación y autoritarismo. Al otro lado, un uribismo que ha defendido los logros de su líder con un fervor casi religioso, incapaz de reconocer sus excesos o errores.

El descrédito es transversal y profundo

La pregunta clave es: ¿a quién beneficia la condena? A simple vista, podría parecer un triunfo para el gobierno. Pero Petro no está en condiciones de capitalizarla. Su creciente impopularidad, los escándalos que salpican a su familia, y su manejo errático de la institucionalidad hacen que la crisis de Uribe no se convierta automáticamente en una victoria moral para la izquierda. El descrédito es transversal y profundo.

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Uribe no fue cualquier presidente. Bajo su mandato se redujo el secuestro, se recuperaron regiones enteras del control de la guerrilla, se fortaleció el aparato estatal. Pero ese mismo poder acumulado dejó un reguero de abusos: los falsos positivos, el espionaje ilegal del DAS, la parapolítica, el uso de la guerra como escudo de impunidad. Su defensa más repetida —“me atacan por lo bueno que hice”— no sirve cuando lo que se juzga es su intento por silenciar testigos a cambio de favores.

El fallo no sólo es jurídico: es simbólico. Colombia no puede construirse sobre caudillos intocables. La democracia se degrada cuando la popularidad se convierte en excusa para ignorar la ley. Uribe, como cualquier ciudadano, debía enfrentar la justicia. Lo hizo, y perdió. Ahora, probablemente, recibirá una pena de prisión domiciliaria. Pero la herida política no se mide en años de cárcel, sino en la pérdida de autoridad moral y en la sacudida que esto provoca dentro de la derecha colombiana.

Mientras tanto, sus seguidores gritan persecución política. Incluso desde el extranjero, aliados ideológicos como J.D. Vance, compañero de fórmula de Donald Trump en EE. UU., han salido a defender a Uribe, denunciando el juicio como una maniobra ideológica. Pero ni el respaldo de Washington ni la indignación de sus bases cambiarán el hecho esencial: Uribe ha sido condenado, y esa condena lo acompañará en la historia.

El uribismo con un futuro incierto

Colombia necesita dejar de pensar en héroes o villanos, y empezar a juzgar hechos, contextos y consecuencias. El país ha sido rehén de discursos extremos por demasiado tiempo. Uribe no es un demonio, pero tampoco un mártir. Fue un presidente con luces y sombras, que terminó cediendo a la arrogancia del poder.

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La sentencia no borra su legado, pero le recuerda al país que ningún mérito otorga inmunidad absoluta. Quizá este sea el comienzo de algo más valioso que una condena: una ciudadanía más crítica, menos devota, más exigente.

Porque la justicia —cuando es imparcial, cuando se atreve— puede no sanar del todo, pero al menos recuerda que la impunidad no es eterna, y que los poderosos también deben rendir cuentas ante la ley.

El futuro del uribismo será incierto pero no está sellado. Aunque la figura de su líder queda golpeada, la narrativa de la “persecución” aún moviliza a una base fiel. Si el petrismo sigue cayendo por su propio peso, un nuevo liderazgo uribista —más pragmático, menos mesiánico— podría emerger con fuerza en el vacío. El juicio fue a Uribe, no a la idea de orden que aún representa para millones.

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