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CUARENTENA, DÍA 8: El humano 2.0 es un ratón robótico

Día de supermercado: estrés, apuro y paranoia La asepsia es absoluta; el contacto humano, inexistente; el miedo manda 

Diario de una cuarentena
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Roberto Aguilar publicará este diario hasta el final de la cuarentena por el coronavirus. Puedes leer todas las entregas aquí.

Si el confinamiento ya tenía un airecito de película de ciencia ficción, salir de compras fue una experiencia postapocalíptica: ‘The Day After’ bajo un cielo quiteño tan azul, pero tan azul que uno se pregunta si no muerde. La última vez que lo tuve sobre la cabeza era de ese indescriptible celeste rata que veinte años de subsidiar gasolina con plomo han producido: aporte del talento ecuatoriano al pantone de colores. Hoy me recordó al cielo de mi infancia, en la prehistoria, cuando los quiteños aún creían que en la vida había cosas más importantes que su carro.

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Estamos en el Supermaxi del Centro Comercial El Jardín, frente al abandonado parque de La Carolina a cuya laguna, dice la leyenda urbana, ya volvieron los delfines. Si alguien se contagia haciendo compras en este sitio será de la risa. Incluso eso es improbable: aquí nadie se ríe, nadie se habla, nadie se mira. La sensación de que cualquiera que se acerque a un metro de distancia es una potencial amenaza resulta tan abrumadora que, cuando no tienes más remedio que aproximarte al cajero, te entran ganas de salir corriendo. Pero el cajero no te toca, no toca tu tarjeta, no toca el esferográfico con que firmas la factura… Aquí todo es perfectamente aséptico.

Diario de una cuarentena. Tuit
.Mariela Yadira Cruz Pesantes

Separados por el reglamentario metro y medio de distancia, unos cincuenta enmascarados hacemos cola para entrar en el supermercado. Nos han repartido guantes de látex y una ración de alcohol gel en sachet por cabeza. Cada quien es un mundo que no quiere saber nada del otro: sumergidos todos en nuestras pantallitas multicolores, sólo levantamos la vista cuando el empleado del centro comercial, forrado hasta las orejas y con un dispensador en la mano, ofrece otra ronda de alcohol gel. Nos embadurnamos con avidez a pesar de haberlo hecho apenas un rato antes. Tres veces pasa ese empleado en los veinte minutos que dura mi espera y las tres veces nos lanzamos todos a él con las manos extendidas. Otro empleado revolotea a nuestro alrededor rociando un aerosol por todos lados. Y, ya adentro, eficientes hormigas obreras desinfectan cuanta superficie pudiera haber tocado cualquiera.

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Elijo, obviamente, el coche más mojado de alcohol y me interno en los semidesiertos corredores. La última vez que estuve aquí fue el sábado anterior al decreto de emergencia. Las noticias, en ese entonces, ya eran lo suficientemente inquietantes como para que la gente luciera preocupada y tratara de acaparar la mayor cantidad posible de enlatados y papel higiénico, como si se dispusiera a combatir la ansiedad limpiándose el trasero. Aparte de eso y algún gesto de desconfianza, nada había fuera de lo normal. Lo de hoy, en cambio, es un planeta diferente.

Ocho días de confinamiento han producido un ser humano nuevo, mezcla de temeroso roedor y eficiente autómata. Gente que va a lo que va y no se entretiene en el camino. Gente que rehúye de los otros, aprieta el paso y esquiva la mirada cuando se cruza con alguien en el corredor. Y aunque trato de mantenerme consciente de lo que estoy mirando, tampoco yo escapo a ese comportamiento: es más fuerte que nosotros. Además, es lo que todos queremos: “distancia social”. Es la disciplina de la que habla el gobierno y es un mecanismo de sobrevivencia. El siglo XXI comienza ahora.

Los rostros cubiertos incrementan la sensación de anonimato y extrañeza. Ratones paranoicos, eso somos. El silencio es absoluto, sólo interrumpido, desde las alturas, por la voz de los parlantes cuyos mensajes remiten a un escenario de distopía policial. “Estimado cliente, conserve su distancia”, no se acerque a nadie. “Estimado cliente, realice sus compras con rapidez”, no pierda el tiempo. “Estimado cliente, no olvide usar sus guantes y su mascarilla”, no contamine el planeta.

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Todos se comportan de manera ejemplar, el gran hermano estaría orgullosísimo. Más que hacer las compras, la gente las ejecuta: con precisión matemática. Los coches no se ven llenos a reventar, nadie acapara, las repisas están bien abastecidas. Nada falta, salvo en la zona de las verduras: cuando llego ya no hay cebolla ni tomate, los dos ingredientes imprescindibles para la vida en la tierra. Lloro. A los licores, en cambio, no se acerca nadie. Me fijo en los coches: cero bebidas alcohólicas. Casi avergonzado de mi mal comportamiento tomo mi vino y mi grapa y se los presento al cajero como esperando una reprimenda. En cuanto me voy, un empleado desinfecta los lugares que toqué. ¿Será por el trago?, me pregunto estúpidamente. No, es por ti, sucio ratoncito.

Al menos con 48 horas de anticipación me preparé para este momento. Hasta me peleé con la Valeria por el privilegio de ir de compras. Ya quería que llegara el día: salir, respirar aire puro, estirar las piernas, ver gente. No pudo ser más decepcionante la experiencia. El mundo tal y como lo conocíamos está de cuarentena, esperemos recuperarlo un día. De vuelta en casa, cumplo puntillosamente con el protocolo del reingreso, que incluye desinfección de zapatos, lavado de manos, cambiado de ropa y demás engorrosos procedimientos que te hacen pensar dos veces si en verdad quieres salir de nuevo. Me sacudo el estrés y proclamo maliciosamente: “Valeria, la próxima vez te toca a ti”.