PESCA ORILLA
Labor. El chinchorro es una técnica de pesca que se realiza en la orilla.LUIS CHEME

El chinchorro, una labor que brinda unión y banquete

Vecinos y curiosos se agrupan para disfrutar de esta técnica de pesca

Por las madrugadas, cuando la neblina se acuesta sobre el perfil húmedo de la isla y la brisa del Pacífico apenas despeina los techos de zinc, el mar comienza a hablar con su lenguaje antiguo. Lo hace en Muisne, una isla encantada en la provincia de Esmeraldas, donde el agua salada no solo rodea la vida, sino que la define. Allí, cuando apenas clarean los primeros resplandores sobre el estuario, un grupo de hombres y mujeres se reúne frente a la playa. Sus pies se hunden en la arena mojada y sus manos se preparan para jalar, centímetro a centímetro, una historia tejida en hilos y mareas: el chinchorro.

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Esta no es solo una técnica de pesca. Es una ceremonia colectiva, una costumbre que se hunde en la memoria de los mayores y que sobrevive al paso del tiempo. “Mi papá chinchorraba, y el papá de él también. Uno ya nace sabiendo cómo es esto”, dice don Javier Anchundia, pescador de toda la vida, de piel curtida por el sol y manos gruesas como troncos de mangle. Tiene 62 años, pero cada amanecer vuelve a la playa como si fuera un muchacho, movido por el llamado silencioso del océano.

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El chinchorro consiste en una red enorme, que puede medir más de 200 metros de largo, arrastrada desde una embarcación mar adentro hasta la orilla. No hay motores ruidosos ni tecnologías invasivas. Todo es manual, artesanal, casi coreográfico. La faena empieza con el bote que se aleja apenas amanece, lanzando la red con precisión, formando un semicírculo en el mar que encierra bancos de peces. Luego, el trabajo más arduo: jalar la red.

Vecinos y curiosos aguardan por este 'ritual'

En la playa, no solo esperan los pescadores. Vecinos, mujeres, niños y curiosos que pasan por ahí se suman al ‘ritual’. Nadie pregunta cuánto le van a pagar. Aquí, la recompensa no se mide en dólares sino en pescado fresco, en gratitud compartida. “A veces saco para el almuerzo y la cena, y hasta le doy a mi vecina que no puede venir porque está enferma”, cuenta doña Mariela Medina, una mujer menuda que sostiene una funda pescados.

El jale de la red es lento. Requiere fuerza, ritmo y paciencia. Algunos cantan. Otros bromean. Los niños corren descalzos sobre la arena, vigilando que la red no se tuerza, aprendiendo, sin saberlo, el oficio que los ha de formar. “Esto no se enseña con palabras, se aprende metiendo las manos”, dice Rolando Mite, un joven de 19 años que ya se considera heredero de la tradición. Su abuelo fue chinchorrero. Su padre también. “A veces pienso en irme a Quito, buscar trabajo allá, pero cuando jalo el chinchorro, se me pasa. Aquí tengo todo”, confiesa.

Poco a poco, la red va saliendo del agua, revelando su tesoro húmedo: róbalos, lisas, corvinas, camaroncillos, jaibas, hasta algún pulpo perdido. Es un banquete disperso entre sogas y arena. Los pescadores revisan cuidadosamente que ningún pez quede atrapado de manera dañina. Respetan lo que el mar da. “No se trata solo de pescar, sino de hacerlo bien. Sin abusar”, dice don Javier Palma.

Una vez concluida la faena, el reparto es un acto casi ritual. Los dueños de la embarcación —porque sí, el chinchorro tiene dueño, pero no exclusividad— hacen la repartición del pescado entre todos los que participaron. La generosidad no se discute. Se asume como parte de la ética comunitaria. “Hoy ayudaste tú, mañana ayudo yo. Así vivimos aquí”, comenta doña Mercedes Miño, quien llegó con sus nietos para ser parte del chinchorro.

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