Israel
Ceremonia llevada a cabo por el ejército Israelí en Gaza en memoria del secuestrado israelí Eliyahu Margalit.EFE

Recordar el 7 de octubre 

#ANÁLISIS: Ya pasó con el 11 de septiembre, cuando muchos prefirieron culpar a conspiraciones internas 

Vivimos una época en la que el pensamiento militante se ha transformado en un campo de trincheras ideológicas. O eres blanco, o eres negro. O apoyas a un bando, o te conviertes en enemigo. Y en medio de esa polarización, muchas personas —amparadas en un supuesto antiimperialismo o anticapitalismo— han terminado defendiendo causas que no buscan la paz, sino la desaparición del adversario. En ese terreno movedizo, se ha relativizado la verdad.

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No es nuevo: ya pasó con el 11 de septiembre, cuando muchos prefirieron culpar a conspiraciones internas antes que mirar el horror del terrorismo y el sufrimiento de miles de inocentes. Esa tendencia a justificar lo injustificable vuelve cada vez que el fanatismo encuentra aplausos en las redes. Y por eso es indispensable recordar lo que ocurrió el 7 de octubre de 2023 en Israel, una fecha que debería quedar grabada en la memoria de la humanidad.

Aquel día, las milicias de Hamas y otras facciones armadas irrumpieron desde Gaza en una ofensiva planificada durante meses. A primera hora de la mañana, miles de cohetes fueron lanzados contra ciudades israelíes mientras comandos armados cruzaban la frontera en motocicletas, camionetas, parapentes y lanchas rápidas. Lo que siguió fue una cadena de atrocidades: incursiones en hogares, incendios provocados, ejecuciones, mutilaciones y la toma de rehenes.

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 Los kibutz más cercanos a Gaza —Be’eri, Kfar Aza, Nir Oz, entre otros— fueron arrasados. En Be’eri, más de cien personas fueron asesinadas dentro de sus casas. En Kfar Aza, familias enteras aparecieron calcinadas o ejecutadas a quemarropa. En Nir Oz, ancianos, niños y mujeres fueron secuestrados; muchos de ellos siguen desaparecidos. Los atacantes filmaron los crímenes y transmitieron imágenes en tiempo real, buscando convertir el terror en espectáculo.

Una masacre con más de 200 muertos

 La masacre dejó más de mil doscientas personas muertas y alrededor de doscientas cuarenta secuestradas. Entre ellas había bebés, abuelas, enfermeras, jóvenes que asistían a un festival de música y trabajadores extranjeros. Algunos fueron llevados vivos a Gaza, otros murieron en cautiverio, y varios fueron devueltos en intercambios de rehenes convertidos en cadáveres. Se descubrieron túneles donde los secuestrados permanecían en condiciones infrahumanas: sin luz, sin medicamentos, alimentados con restos, encadenados o sometidos a humillaciones constantes.

Durante los meses siguientes se supo que varios rehenes fueron usados como armas de guerra. Algunos fueron grabados en videos que simulaban su liberación para presionar negociaciones. Las historias de quienes lograron regresar con vida revelan hambre, enfermedad, traumas profundos y un daño que no se borra con discursos.

 Para que semejante ataque fuera posible, existió una preparación militar y logística que incluyó entrenamiento, armamento, recursos financieros y respaldo político de países y organizaciones que, por acción u omisión, contribuyeron a su ejecución.

El impacto no terminó aquel día. El trauma atravesó a toda la sociedad israelí, especialmente a los sobrevivientes de los kibutz y a las familias de los secuestrados, que aún viven entre la esperanza y la desesperación. Niños que vieron morir a sus padres, comunidades enteras desplazadas, miles de personas que no han podido volver a dormir sin sobresaltos. Pero más allá de Israel, el eco del 7 de octubre ha servido para alimentar una peligrosa ola de radicalización global. El apoyo político y mediático que Hamas recibió de ciertos sectores internacionales, incluidas universidades, ONG y grupos con dudoso financiamiento, ha envalentonado a movimientos extremistas en otras regiones del mundo. Los recientes ataques contra comunidades cristianas en África, contra minorías en Asia y contra sinagogas en Europa muestran que el terrorismo siempre busca legitimarse detrás de causas supuestamente “nobles”, y que el silencio cómplice de quienes deberían condenarlo lo convierte en una amenaza universal.

Relativizar esos hechos no es “abrir el debate”, es permitir que la mentira se imponga sobre el testimonio. Las víctimas tienen nombre, familia y pasado. No son cifras ni piezas de un discurso político. Cada una de ellas representa una advertencia de lo que ocurre cuando el fanatismo se reviste de causa.

Quienes celebraron ese día, quienes lo reducen a un “acto de resistencia”, o quienes callan por simpatías ideológicas, están del lado equivocado de la historia.

El 7 de octubre no pertenece a un país ni a una religión. Pertenece a la humanidad. Y olvidarlo sería dejarle la puerta abierta a la próxima barbarie. Recordarlo es un acto de justicia, y también una forma de decirle al mundo: nunca más.

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