
México: la capocracia judicial
Un país donde los jueces ya no solo temen a los capos, ahora pueden ser elegidos por ellos
“Yo no hablo de venganzas ni de perdones, el olvido es la única venganza y el único perdón”, escribió Borges. Pero también nos advirtió, con la agudeza de quien veía más allá de su biblioteca, que la democracia puede ser el abuso de la estadística. Y hoy, México, en nombre de la democracia participativa, parece estar construyendo una peculiar institución: la capocracia, donde los jueces ya no solo temen a los capos, ahora pueden ser elegidos por ellos... o por sus abogados.
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Porque sí, Silvia Rocío Delgado García, quien en 2016 defendió a Joaquín “El Chapo” Guzmán, ha sido electa jueza penal en Ciudad Juárez. No fue un error, ni un escaño perdido entre papeletas: obtuvo más de 23.000 votos, el segundo lugar en su distrito. Su campaña —con la imagen de una balanza y eslóganes sobre la “dignidad jurídica”— no mencionó a su más célebre cliente. Pero su hoja de vida, accesible en registros públicos, confirma que fue parte de su defensa antes de la extradición a EE.UU.
Promesas vagas de justicia
¿Quién votó por ella? ¿Ciudadanos que creen en las segundas oportunidades? ¿Fans del “Chapo” con derecho a sufragio? ¿O simplemente un electorado desinformado, frente a una boleta con más de 7.000 nombres? Porque en esta inédita elección judicial mexicana, no hubo debates, ni fiscalización efectiva: solo nombres, rostros y promesas vagas de justicia.
Este experimento —impulsado por el expresidente López Obrador— pretende que los jueces sean elegidos por el pueblo y no por la élite. Suena justo. Pero la realidad ha demostrado que, sin filtros rigurosos, el poder popular puede ser secuestrado por el poder criminal. Y los ejemplos abundan.
En Veracruz, fue electo Héctor Ulises Orduña, quien al momento del conteo estaba en prisión preventiva por abuso sexual infantil. En Yucatán, Hernán Vega Burgos ganó como magistrado, pese a haber sido investigado por dirigir una red de trata de personas cuando encabezaba el Instituto Nacional de Migración en 2009. Ni la reja ni el escándalo son impedimento para la toga.
Otros nombres completan el álbum judicial de los horrores: Diana Montserrat Partida, acusada de liberar a un operador del “Chapo”; Conrado Alcalá Romo, señalado por favorecer a Héctor “El Güero” Palma; Julio Veredín Sena, José Avelino Orozco, Aníbal Castro Borbón, entre otros, todos con señalamientos por beneficiar, en sus funciones anteriores, a criminales de alto perfil. Algunos fueron incluso denunciados en las conferencias “mañaneras” del presidente, pero nada de eso detuvo su ascenso.
¿Y cómo se permitió esto? Porque en estas elecciones judiciales, el único requisito era ser abogado, tener experiencia judicial y pasar una evaluación sumamente flexible. No se consideraron denuncias vigentes, antecedentes éticos o investigaciones abiertas, y el filtro de “buena reputación” quedó en manos del marketing electoral.
El INE ha anunciado que revisará algunos casos. Pero las impugnaciones son mínimas: menos de 20. El resto ya prepara toga y estrado.
La ironía es que estas elecciones surgieron como un intento de democratizar la justicia, pero terminaron por darle fuero a quienes antes apenas podían aspirar al soborno. No se trata de elitismo, sino de mínimos éticos. Y cuando la justicia se somete al populismo, puede terminar vestida con toga, pero dictando sentencias en nombre de la impunidad.
Peor aún, se abre la puerta para que los órganos que deberían frenar a las mafias terminen colonizados por ellas. La justicia popular es un ideal noble, pero sin controles, se transforma en un arma. Y no en manos del pueblo, sino de quienes saben manipularlo. Al final, el narco no necesita disparar si puede juramentar.
Borges tenía razón. La democracia, sin instituciones sólidas y sin cultura cívica, puede ser solo un juego estadístico. Un plebiscito de papel donde la justicia queda a merced del que mejor sepa disfrazar su pasado.
México no inauguró una justicia más cercana al pueblo; inauguró un reality show judicial donde las urnas reemplazaron al mérito y la reputación se licuó entre pancartas. La justicia no solo debe parecer imparcial: debe serlo y merecer confianza. Cuando los tribunales se llenan de nombres que hacen temblar a las víctimas y aplaudir a los victimarios, no estamos ante una democracia judicial, sino ante su parodia. Y si esta es la nueva forma de administrar justicia, entonces quizá no haya que temerle tanto al crimen organizado... sino a que se vuelva constitucional.
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