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El expresidente de Brasil Jair Bolsonaro sale de la sede del Partido Liberal (PL) este viernes, en Brasilia (Brasil).EFE

Bolsonaro ‘’junior’’ contra Brasil

Brasil no solo enfrenta el juicio por intento de golpe de Estado de su expresidente, sino también una crisis diplomática 

El viejo dicho latinoamericano —"hijo de tigre, sale rayado"— nunca tuvo una aplicación tan literal como la del diputado Eduardo Bolsonaro. Hijo del expresidente Jair Bolsonaro, ha dejado de ser simplemente un heredero político y se ha convertido en un operador internacional de presión, decidido a torcerle el brazo no solo a la justicia de su país, sino al equilibrio diplomático regional.

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En estos días, Brasil no solo enfrenta el juicio por intento de golpe de Estado de su expresidente, sino también una crisis diplomática con Estados Unidos, cortesía de un tuit y una estrategia de chantaje comercial orquestada desde la órbita trumpista. Donald Trump, siempre sensible a los reclamos de sus aliados ideológicos, ha impuesto aranceles del 50 % a los productos brasileños y ha calificado el juicio contra Bolsonaro como una “caza de brujas”. Más que una declaración, es una amenaza económica lanzada desde Washington contra el sistema judicial brasileño.

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Pero no es Trump el arquitecto principal de este movimiento: es Eduardo Bolsonaro, el autodenominado "03", quien ha viajado, presionado, difundido “informes”, agitado redes y activado lobbies. Su estrategia es clara: convertir la causa penal de su padre en una batalla internacional de persecución ideológica, donde los hechos, las pruebas y la Constitución brasileña queden reducidas a daños colaterales.

El Supremo Tribunal Federal ha actuado con firmeza

El Supremo Tribunal Federal ha actuado con firmeza: tobillera electrónica para Jair Bolsonaro, restricciones de movimiento, confiscación de dispositivos y redes sociales bloqueadas. La decisión se basa en pruebas contundentes de intento de fuga, como los $14.000 en efectivo encontrados en su residencia, su paso encubierto por la embajada de Hungría, y los documentos filtrados sobre planes de intervención militar. No es persecución: es flagrancia.

Y sin embargo, los esfuerzos de Eduardo han surtido efecto. Sectores conservadores y empresariales brasileños han comenzado a temer las represalias económicas. Algunos, aunque saben que Bolsonaro pisoteó la democracia, temen más a los aranceles que a la verdad. Eduardo lo sabe. Sabe que un país con miedo es un país más fácil de doblegar.

Las consecuencias de este pulso ya son visibles: el real ha sufrido presiones, los mercados agroexportadores están en alerta, y el gabinete de Lula ha debido actuar con firmeza y rapidez. Lejos de retroceder, el presidente brasileño ha denunciado el chantaje como “inaceptable” y ha reafirmado que el poder judicial es autónomo. En una muestra de dignidad institucional, ha recordado que Trump fue elegido para gobernar Estados Unidos, no para dictar veredictos en Brasil.

En respuesta, varios países latinoamericanos —como Colombia, Chile, Uruguay y México— han expresado su respaldo a la soberanía brasileña y a la separación de poderes. Incluso algunas voces en Europa, desde Bruselas y París, han condenado la intromisión política estadounidense, mientras que China, sin sorpresas, ha ofrecido reforzar vínculos comerciales con Brasil ante el posible vacío de mercado.

Los aranceles anunciados afectarían de forma directa sectores sensibles como el acero, la carne bovina, la soya, el café y la industria automotriz. Las regiones agrícolas del sur y centro-oeste de Brasil serían especialmente golpeadas, así como zonas industriales en São Paulo y Minas Gerais que dependen de exportaciones a Estados Unidos.

Todo esto se ha convertido en toda una prueba de fuego para las democracias del siglo XXI. ¿Puede un hijo privilegiado, con conexiones internacionales, frenar la marcha de la justicia? ¿Puede un expresidente evitar rendir cuentas agitando redes y empujando a un aliado extranjero a castigar económicamente a su propio país?, resulta ironico pensar que Brasil se esfuerza en defender su democracia y la libertad judicial y EEUU en cambio presiona para lo contrario.

Brasil está en el centro de un dilema moral y geopolítico. Si cede, sentará un precedente: que basta con tener un apellido, aliados poderosos y una red de manipulación para ser intocable. Si resiste, se convertirá en ejemplo. Y no solo para América Latina. Lo que está en juego no es únicamente un juicio, sino la dignidad institucional de todo un continente que, por una vez, podría demostrar que la justicia no se negocia, ni se exporta, ni se hereda. Que la república, cuando se la defiende, vale más que cualquier apellido y cualquier amenaza foránea.

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