
El espejismo de Cristina Fernández
La Justicia argentina ha iniciado uno de los procesos de decomiso más grandes de su historia, vinculados a la expresidenta
Afuera del departamento de Cristina Fernández de Kirchner, donde cumple prisión domiciliaria, flamean banderas. Los ya denominados kukas, devotos de su figura, acampan con bombos y carpas bajo la consigna de una “lucha popular”. Denuncian persecución judicial, gritan contra “la casta” y se autoproclaman herederos de los pobres. Mientras tanto, la Justicia argentina ha iniciado uno de los procesos de decomiso más grandes de su historia: más de veinte propiedades, cuentas millonarias y participaciones empresariales vinculadas a la expresidenta serán subastadas para restituir parte del dinero desviado al Estado.
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La escena resume una contradicción profunda: una parte de la sociedad sigue venerando como víctima a quien ha sido condenada por corrupción, mientras los tribunales actúan con pruebas, cifras y fallos firmes. Pero no sorprende; en su momento Perón lo dijo: “Al amigo, todo; al enemigo, ni justicia”. Y así, a Cristina, sus seguidores le perdonan todo.
En diciembre de 2022, el Tribunal Oral Federal 2 condenó a Cristina Fernández a seis años de prisión e inhabilitación perpetua para ejercer cargos públicos, por administración fraudulenta en la causa conocida como “Vialidad”. Allí se documentó el direccionamiento de 51 contratos de obra pública en Santa Cruz, por valores exorbitantes, en beneficio de su socio Lázaro Báez. El daño al Estado fue calculado en más de $84.000 millones, que actualizados representan unos 500 millones de dólares. Una cifra que duele en un país con la mitad de su población bajo la línea de pobreza.
El decomiso de los bienes
La condena, además, incluye el decomiso de bienes: más de veinte inmuebles, entre ellos hoteles en El Calafate, propiedades en Recoleta, terrenos fiscales y hasta el propio departamento donde cumple arresto. A eso se suman cuentas bancarias (USD 5,6 millones vinculados a su hija Florencia), plazos fijos, flotas de vehículos y acciones en sociedades como Hotesur y Los Sauces, empresas investigadas por lavado de dinero mediante alquileres simulados a contratistas del Estado.
La Justicia ordenó su prisión domiciliaria el 17 de junio de 2025, por su edad (72 años) y el atentado fallido en su contra en 2022. Pero el 30 de junio, los fiscales Diego Luciani y Sergio Mola apelaron la medida, solicitando su traslado a una unidad penitenciaria. Alegan que no hay motivos médicos ni jurídicos que justifiquen el beneficio, y que los demás condenados cumplen prisión común. La audiencia clave se celebrará el 7 de julio. Según fuentes judiciales, también podría ser subastado el departamento donde hoy vive Cristina, para contribuir al resarcimiento económico.
Y sin embargo, la épica sigue en pie. Banderas, pancartas y discursos siguen rodeando su figura con mística, como si nada hubiese pasado. Se habla de “lawfare”, de conspiraciones judiciales, de venganza de las élites. Pero lo que está en juego no es la ideología, sino la evidencia. La corrupción probada en los tribunales fue sistémica. No se trata de errores administrativos ni de una firma distraída. Se trata de un esquema de desvío estructurado de fondos públicos hacia una red de enriquecimiento familiar y empresarial. La posverdad no puede —ni debe— borrar este hecho visible de saqueo feroz a una nación. La evidencia es innegable.
Lo trágico es que muchos de sus seguidores —algunos con noble vocación social— han caído en la trampa de idealizar a una delincuente condenada. Han confundido carisma con virtud, retórica con ética, liderazgo con impunidad. La historia latinoamericana está llena de casos similares: caudillos que disfrazaron sus abusos con discursos nacionalistas y que lograron que los oprimidos los defendieran como si fuesen mártires.
Cristina Fernández tuvo poder, votos y oportunidad. Fue una figura central en la política argentina del siglo XXI. Pero eligió patrimonializar el Estado, mezclar lo público con lo privado, utilizar el relato como escudo y a sus seguidores como cortina. Hoy la realidad la alcanza: sentencias, embargos, subastas y, tal vez pronto, una celda. La caída es triste, pero merecida.
La verdadera lucha popular no se libra en la vereda con bombos. Se libra en la defensa del Estado de Derecho, en la exigencia de cuentas claras, en la valentía de decir basta incluso a quien un día se votó. Porque la dignidad no se construye idealizando ladrones, sino poniendo límites a todos, incluso —y sobre todo— a los propios.
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