
Arte urbano en Ecuador: Expresión, protesta y memoria Social
¿Por qué el arte callejero es vital para una sociedad? Descubre cómo en Ecuador es una herramienta de expresión
El pasado 8 de septiembre, el artista Banksy intervino el muro del Royal Courts of Justice en Londres con un esténcil crítico hacia el sistema judicial. Como ocurre en algunos casos, la obra fue borrada días después.
Este acto de creación y posterior eliminación expone una lucha por el significado del espacio público. Pero lejos de los reflectores internacionales, en las paredes de Ecuador, el arte urbano cumple una función igual de vital porque es espejo, denuncia y memoria de una sociedad diversa y en constante transformación. Para entender su verdadero impacto, es necesario escuchar a quienes lo analizan y practican desde lo local.
De la firma al mensaje: La evolución del grafiti
Desde Guayaquil, Iván Basurto, artista visual con una trayectoria que comenzó con el chapeteo en los años 90, explica que la distinción entre una firma (tag), una pieza elaborada y un mural no es meramente técnica, sino también contextual. Para él, estas expresiones responden a una necesidad humana ancestral de marcar y narrar. “Podemos hablar de proto-grafitis al analizar las huellas de estarcido y marcas en pinturas rupestres”, señala, y enfatiza el profundo arraigo de esta práctica.
Sin embargo, Basurto observa una evolución en el mensaje. “Ahora leo otro tipo de grafitis... leo firmas que dicen ‘amor’, ‘osadía’, ‘gracias’, pero también otros que hablan de ‘grietas’, de lo ‘repulsivo’, de la ‘violencia’”. Para él, el reclamo en las paredes de ciudades como Guayaquil “ya no es simbólico, es legible para quien quiera leerlo”, y se convierte en una espina molesta para autoridades que, ante la falta de políticas culturales integradoras, optan por la criminalización. Su conclusión es que el grafiti y expresiones como el esténcil son “respuestas a la negativa de espacios para esta libre expresión”.
¿Transgresión o Mercancía? La Advertencia sobre el Mercado
Alejandro Ojeda Garcés, cientista político e investigador social radicado en Quito, comparte su crítica sobre la comercialización del arte urbano. Para Ojeda, la transgresión no es inherente al grafiti por naturaleza, sino que “su potencia política surge en relación con contextos de marginalización, segregación urbana y silenciamiento de voces colectivas”. En esos escenarios, se convierte en una estrategia de agencia social y de reapropiación del espacio público.
El investigador alerta sobre el riesgo que supone cuando el arte urbano atraviesa “el tamiz del mercado, del city marketing o de la industria cultural”. El problema, señala, no es que simplemente cambie de lógica, sino que “pierde su valor social y político y se transforma en mercancía”. Lo que antes era expresión colectiva, argumenta Ojeda, “pasa a ser objeto de consumo, regido por el valor de cambio, por el fetichismo de la mercancía y por procesos de alienación que vacían su contenido crítico”. Esta no es una evolución neutral, sino “la forma en que el capitalismo absorbe y desactiva prácticas culturales que nacieron para cuestionarlo”.
Frente a este fenómeno, Ojeda invita a una reflexionar, más que romantizar o condenar estas expresiones en bloque, “necesitamos comprender críticamente las condiciones bajo las cuales surgen, qué memorias y territorios representan, y si contribuyen realmente a democratizar el espacio público o si terminan reforzando las mismas jerarquías que dicen cuestionar”. Esta advertencia sirve como un llamado a discernir entre las prácticas auténticas y aquellas que, aunque aparentemente rebeldes, han sido cooptadas por el sistema que pretendían desafiar.
Intervenir lo público: Un acto de disputa simbólica
Para Luis Fernando Auz, Productor del Festival Internacional Detonarte, intervenir una pared sin permiso trasciende lo meramente pictórico y se convierte en un acto de disputa simbólica. “Lo que está en juego no es únicamente la acción de pintar, sino la apropiación simbólica de un espacio que suele estar regulado por normas de propiedad y control”, explica. Auz destaca que el grafiti y otras expresiones urbanas funcionan como una herramienta de reapropiación del espacio público, reclama “el derecho a existir y a expresarse en lugares que, aunque colectivos, rara vez están pensados para dar voz a quienes habitan la ciudad”.
Este gesto, según Auz, cuestiona radicalmente la noción de propiedad sobre lo visible y lo cotidiano. “Es un acto de resistencia que plantea que las paredes también pueden ser lienzos para mensajes incómodos, críticos o simplemente vitales”, afirma. El productor enfatiza que el arte urbano no pide permiso porque “nace precisamente de la necesidad de desafiar el orden establecido y de irrumpir en la ciudad con una voz propia”, constituyéndose así en una práctica que interpela directamente las estructuras de poder que gestionan el espacio público.
Al mismo tiempo, Auz subraya que esta práctica responde a una búsqueda fundamental de visibilidad e identidad. “El muro intervenido se convierte en un escenario donde se inscriben identidades, se denuncian desigualdades o se celebra la vida urbana”, señala. Para él, las firmas, murales o stencils son marcas que dicen “’aquí estamos’, recordatorios de que hay sectores y personas que se rehúsan a quedar en silencio”. Aunque estas intervenciones sean borradas, su poder perdura como testigos de la tensión “entre orden y caos, entre lo permitido y lo prohibido”, reclamando presencia para quienes suelen quedar excluidos de los discursos oficiales.
La dualidad del arte urbano: Entre la calle y las instituciones
Luis Fernando Auz reconoce que transitar entre la calle y los encargos institucionales es parte inherente de la evolución del arte urbano. “Pintar en la calle, sin permiso, mantiene viva la raíz rebelde del grafiti: la urgencia de irrumpir, de reclamar un espacio y de hablar sin filtros”, sostiene. Desde su experiencia con el festival Detonarte, Auz valora que el trabajo con instituciones “abre la posibilidad de generar diálogos más amplios, de llevar el arte a otros públicos y de consolidar condiciones dignas para los artistas”, siempre que se mantenga un equilibrio analítico.
El riesgo de perder la esencia crítica, advierte Auz, es particularmente agudo cuando los encargos implican censura o autocensura. “El peligro existe si se aceptan propuestas que imponen silencios o maquillan las tensiones sociales que el arte urbano suele visibilizar”, explica. Sin embargo, desde su práctica curatorial, insiste en que “cuando la colaboración se entiende como un puente -no como una domesticación- es posible mantener intacta la potencia crítica del trabajo”, siempre que se preserve la autonomía creativa.
Para Auz, la clave del éxito en esta negociación constante está en no olvidar los orígenes y la función social del arte urbano. “La calle es el origen, el laboratorio de resistencia, el espacio donde se forja la autenticidad”, recalca. Concluye afirmando que “el arte urbano no nació para agradar, sino para incomodar, cuestionar y proponer otras miradas”, y que si ese espíritu se conserva, “la esencia crítica no se diluye, sino que se expande a nuevos territorios”, enriqueciendo tanto el espacio institucional como manteniendo vivo el diálogo con la calle.
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