Ana Palacio | Europa debe restaurar el contrato social
Renunciar a la democracia a cambio de eficiencia puede parecer tentador, pero implica una pérdida profunda de derechos
La Comisión de Asuntos Constitucionales del Parlamento Europeo celebró recientemente un simposio sobre la relevancia y realidad del Estado de derecho, reuniendo a juristas y académicos para debatir su significado en la UE. Pero el trasfondo es más preocupante: el Estado de derecho se debilita en Europa, y con él la propia democracia. Desde la II Guerra Mundial, las democracias liberales han descansado en tres pilares interdependientes: libertad, prosperidad y Estado de derecho. La libertad individual impulsaba la innovación; el Estado de derecho garantizaba un terreno de juego equitativo; y la prosperidad resultante reforzaba la confianza en todo el sistema. Este equilibrio ha sido fuente central de legitimidad del proyecto europeo. Hoy, ese equilibrio está en crisis. La globalización no ha elevado a todos por igual; por el contrario, ha empobrecido a muchos hogares europeos y erosionado a la clase media. Proyectos de vida que parecían alcanzables -como comprar una vivienda con un salario medio- se han vuelto inasequibles, sobre todo para los jóvenes. La movilidad social ascendente se percibe como un espejismo. Sin prosperidad compartida, la libertad se interpreta como una ficción. La percepción de ruptura del contrato social debilita la fe en el Estado de derecho -encargado de limitar el poder- y alimenta el malestar. Movimientos populistas, aprovechando este resentimiento, han intervenido en el funcionamiento de los sistemas judiciales. Mientras tanto, las instituciones de la UE se muestran a menudo incapaces de reaccionar con eficacia incluso cuando se trata de defender el propio Estado de derecho. Este no es un simple conjunto de reglas: es la subordinación de la fuerza a la razón y la base de una convivencia pacífica. Sin él, el poder se ejerce de manera arbitraria y la libertad, desvinculada de responsabilidad, se convierte en mero deseo individual. Se exige el ‘derecho’ a afirmar cualquier cosa sin rendir cuentas por su veracidad o impacto, mientras que la búsqueda de la verdad se presenta como amenaza a la libertad. Las nuevas tecnologías pueden agravar estas tendencias. Sin regulación adecuada, la inteligencia artificial corre el riesgo de enriquecer a unos pocos y restringir las oportunidades de muchos. Delegar la gobernanza en algoritmos no reconstruirá el contrato social ni fortalecerá la legitimidad democrática. Y la instrumentalización estratégica de energía, datos e infraestructuras augura desafíos aún mayores. En este contexto, algunos perciben el Estado de derecho como un obstáculo, y miran al modelo autoritario chino como alternativa eficaz. Se argumenta que su indiferencia por los procedimientos legales permite ejecutar megaproyectos sin fricciones, mientras que las democracias se ‘paralizan’ en debates y recursos. La reciente retórica china sobre una ‘gobernanza global’ centrada en la igualdad soberana y los ‘resultados reales’ intenta reforzar esa impresión. Pero detrás de esa narrativa se esconde un sistema donde la ley sirve al gobernante y la libertad es prescindible. Renunciar a la democracia a cambio de eficiencia puede parecer tentador, pero implica una pérdida profunda de derechos. Los procesos democráticos, aunque caóticos, generan estructuras más duraderas que las dictadas por el capricho autoritario. Para resistir estas tentaciones, Europa debe transformar su capacidad regulatoria en acción efectiva: construir resiliencia energética, fortalecer seguridad y defensa, impulsar una política industrial favorable a la innovación y practicar una diplomacia que una a aliados basados en normas compartidas. Y, sobre todo, debe restaurar el equilibrio entre libertad, prosperidad y Estado de derecho. Solo esta renovación permitirá a Europa seguir siendo un referente democrático.