DIARIO DE CUARENTENA 15
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CUARENTENA, DÍA 15: Prohibido escupir sobre las palanquetas

Alimentos a domicilio: la solución ideal en tiempos de paranoia. Si esto dura, nos podríamos acostumbrar a ellos

Roberto Aguilar publicará este diario hasta el final de la cuarentena por el coronavirus. Puedes leer todas las entregas aquí.

La persona que me vende el pan (es la segunda vez que salgo de casa desde que comenzó la cuarentena y sigue sin gustarme nada) lleva la mascarilla descolocada, colgando inoficiosa a la altura del gargüero. Estoy en una de las panaderías más bonitas y exclusivas de la capital, de esas que tienen la firma de respaldo de un chef famoso que sale en la televisión y en las revistas. Sitio chic y a todo trapo, pero la persona que me atiende habla sobre el pan con la boca descubierta. No quiero ni imaginar lo que harán adentro, donde nadie los ve. Por supuesto, me estoy volviendo paranoico.

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Le digo (y me caigo mal a mí mismo por hacerlo) que por favor se ponga la mascarilla como corresponde. Me queda mirando como a bicho raro y me contesta: “Aquí adentro no pasa nada”. Y sigue como si tal cosa. Me entrega mi baguette (al menos tuvo el cuidado de no tocarla), me cobra y me extiende el vuelto. Puntilloso, insoportable, antipatiquísimo, le pido que lo deje sobre el mostrador, saco del bolsillo la botellita de solución hidroalcohólica antiséptica en aerosol que me acompaña en mis excursiones al mundo exterior y rocío prolongada, ostensiblemente las monedas sin otro objeto que desesperar a mi antagonista. Lo consigo: la escucho mascullar. “Pa’ vernos”, me despido, dándole a entender que por aquí no vuelvo.

En cambio, el empleado de la empresa de entregas a domicilio que me lleva una compra de primerísima importancia sin la cual este diario de cuarentena no llegaría a los lectores, se comporta con una asepsia tan exquisita que raya en lo sublime. Había echado yo a perder el cable del módem (tengo una motricidad fina de chimpancé) y me encontraba ante la perspectiva de pasar la cuarentena sin más Internet que el de mi celular. Afortunadamente, conseguí un distribuidor de material electrónico a domicilio cuyo dependiente me atendió por teléfono con tal cordialidad y eficiencia que quedé encantado.

Cuando bajo para recoger la compra, encuentro a un hombre cubierto hasta las orejas que sostiene el paquetito apenas con la punta de los dedos y el brazo completamente extendido para mantenerlo lo más lejos posible de su cuerpo. Como si se tratara de material radioactivo o algo peor: una muestra de heces. Antes de entregármelo, se lleva al bolsillo la mano libre y saca… ¡una botellita de solución hidroalcohólica antiséptica en aerosol! Se rocía profusamente las manos enguantadas, luego hace lo propio con la funda plástica que contiene mi nuevo cable y me la entrega estirándose cuanto puede desde la distancia. Yo la tomo también con la punta de los dedos, estirándome, intercambiamos una sonrisa (o sea que nuestras mascarillas se proyectan levemente hacia arriba y hacia afuera, como hocicos robóticos), y reingreso a mi departamento caminando de puntillas. ¿Por qué de puntillas? No lo sé, pero es lo que hago.

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Es mi primer pedido a domicilio de la cuarentena y resulta altamente satisfactorio. Tan satisfactorio que, de inmediato, me encuentro sentado ante la computadora, con el Internet ya restablecido plenamente, buscando a quien me pueda traer el pan a casa y me evite así volver a encontrarme con los empleados de esa panadería, a quienes imagino ahora (en mi delirio paranoico) escupiendo copiosamente sobre las palanquetas. No solo encuentro pan sino toda clase de verduras y legumbres, frutas, café, huevos, pollo, productos artesanales como queso, mermelada, yogur…

Al principio de la cuarentena, un tuit de Gustavo Petro (el chavista que quiso ser presidente de Colombia) ponía a sus seguidores en guardia contra las compras a domicilio: contribuyen, decía, a la explotación de los obreros (que son expuestos al coronavirus por culpa de nuestros caprichos consumistas) y favorecen al capitalismo. Tal cual. La realidad de ciudades como Quito (y Bogotá, que se nos parece bastante) es que el mercado de los productos alimenticios a domicilio está copado por pequeños productores, huertos orgánicos, cooperativas de campesinos… En Cuenca, la asociación de productores Sinincay los anuncia con el eslogan #QuédateEnCasa: doña Laura Viñanzaca entrega pollos a domicilio; Hemeregildo Quishpe, truchas; Carmen Sucuzhañay, Dios la bendiga, cuyes. Para Petro, el enemigo. Él escucha “iniciativa privada” y saca la pistola.

Quizás si este encierro dura lo suficiente la gente se acostumbre a ellos. Quizás aprendamos todos que la agricultura de baja intensidad y productos orgánicos es más saludable. Además, sus productos son más ricos (en el caso del tomate y de los huevos, incomparablemente más ricos). Quizás las pequeñas economías de estos productores reciban un empujón gracias a esta crisis. No cuesta nada soñar con que algún efecto positivo salga de esta pesadilla.