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CUARENTENA, DÍA 14: Historia de dos ciudades

El estallido regionalista en media crisis humanitaria es la nueva vergüenza colectiva que cargamos los ecuatorianos

DIARIO DE UNA CUARENTENA 14
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Roberto Aguilar publicará este diario hasta el final de la cuarentena por el coronavirus. Puedes leer todas las entregas aquí.

Inhumación masiva, fosa común, cuerpos en descomposición… Palabras mayores han empezado a sonar en Guayaquil. El nuevo vocabulario de los noticieros eleva el horror a su siguiente nivel de intensidad mientras las imágenes muestran lo inaudito: colas en los cementerios. La sola noticia de que los muertos serán enterrados sin ninguna ceremonia religiosa debe sonar a maldición para los deudos. No soy creyente, pero lo puedo entender. Porque la costumbre de ritualizar los acontecimientos importantes de la vida y, sobre todo, los extremos de la vida, no sólo es una práctica religiosa: es una necesidad humana. Claro que en una crisis como esta nos hallamos dispuestos a sacrificar tantas y tantas cosas que hacen parte de nosotros: nuestros gustos y costumbres, nuestra libertad de salir y de movernos, nuestras relaciones sociales... Pero ¿nuestra humanidad? Por eso, lo que está ocurriendo en Guayaquil es de una crueldad intolerable.

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“Entenderás que lo que menos necesitamos en estos momentos es el escrache del país”, me dice por teléfono mi amiga Martha Roldós, desde Urdesa. “No entiendo por qué quieren hacer escarnio de nosotros por la gente que sale a la calle. Hay cosas que no puedes decirle a alguien que está pasando su duelo sin un abrazo de consuelo, a una ciudad que ni siquiera puede enterrar a sus muertos”. Fue un sacudón hablar con ella. En Quito, el coronavirus continúa siendo un fantasma para la mayoría de nosotros. Guayaquil, en cambio, ha entrado en ese punto en el que cualquiera conoce de cerca más de un caso, un enfermo, un hospitalizado, un muerto… Las cifras tienen rostros. Del otro lado de la línea, Martha comienza a desgranar nombres, parentescos, relaciones… Yo hago un esfuerzo para que la voz no me tiemble demasiado y me delate. Tontamente: quizá lo mejor que podríamos hacer en estos momentos es llorar juntos. Una gran catarsis colectiva es lo que necesitamos.

El regionalismo siempre ha estado ahí y no necesariamente tiene que ser algo negativo. La rivalidad entre ciudades hermanas, común en muchos países del mundo, suele actuar como un incentivo para la propia superación y desencadenante de un proceso de competencia que saca lo mejor de cada una. El problema es cuando saca lo peor. Y eso es lo que parece estar ocurriendo ahora.

El medio digital 4 Pelagatos, en su boletín del domingo, nos recuerda que el episodio de rivalidad regionalista producido durante esta crisis de sanidad física y mental que nos aqueja ha tenido manifestaciones lamentables de lado y lado. Es verdad. Yo mismo sentí mi quiteñidad injuriada por la descarga de José Antonio Gómez Iturralde el otro día en Twitter. Que en pleno siglo XXI se siga hablando de Quito como si fuéramos la ciudad del Chulla Romero y Flores me parece inadmisible en un historiador. Sostener que la capital es una ciudad de burócratas es no conocerla. Asegurar que es una ciudad de mantenidos es no conocer las cifras del país. Decir todo eso en medio de una explosión de odio puro y duro es un triste espectáculo en una persona de quien, por su doble condición de intelectual y de nonagenario, se esperaba un mínimo de serenidad y sabiduría. Su disculpa no me convenció: no incluía enmienda de sus errores. Así que lo bloqueé sin lástima.

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Sin embargo, en el fondo, hasta puedo entender el porqué de este tipo de descargas. Decía que el problema del regionalismo es que, a veces, saca lo peor de nosotros. Y no puede haber nada peor que reírse de la desgracia ajena. O sacar ventaja de ella. Soy quiteño, sé perfectamente por dónde van los tiros y creo que alguien tiene que empezar a ser honesto en estas cosas. Voy a decir algo vergonzoso: lo que las imágenes de la gente de Guayaquil saliendo a las calles en tiempos de cuarentena proporcionaron al regionalismo quiteño (independientemente de que también mucha gente de Quito saliera a las calles en tiempos de cuarentena) es la confirmación de sus peores y más infundados estereotipos. Particularmente el estereotipo del “mono bruto”, que no es equivalente al estereotipo del “serrano bobo” que viene del otro lado. El serrano es bobo por oposición a la chispa, a la rapidez, a la viveza que se adjudica el costeño. El mono es bruto por oposición a la mejor educación y más alta cultura que se adjudica el quiteño, ignorando olímpicamente (pues los estereotipos son eso: una forma de ignorancia) que lo mejor de la alta cultura ecuatoriana, desde la plástica a la literatura, al menos durante el período republicano, proviene precisamente de Guayaquil. De eso se trata todo: la tragedia del coronavirus en Guayaquil fue una oportunidad para confirmar un estereotipo, lo cual produce una soterrada alegría. Eso es, básicamente, miserable. Díganme, quiteños, que no es cierto.

Creo que los excesos públicos de personajes notables (Gómez Iturralde en Guayaquil, Janeth Hinostroza en Quito) fueron un campanazo que nos advirtió que habíamos cruzado una peligrosa línea roja. El espectáculo organizado por el Municipio capitalino la otra noche, con la bandera de Guayaquil proyectada sobre la Virgen de Quito, fue un intento de lavar conciencias. Bien está. Necesario. Porque todos cargamos esta gran vergüenza colectiva.