
El rugido del mar: cara a cara con los gigantes de Súa
Esta parroquia recibe a miles de turistas por la temporada de avistamiento de ballenas
La lancha se mece suavemente sobre un mar que parece dormido, pero que esconde vida, fuerza y misterio bajo cada ola. El sol comienza a ascender sobre el horizonte, tiñendo de oro la costa de Súa, esa parroquia encantada del cantón Atacames, sur de Esmeraldas, donde el Pacífico se convierte en escenario para el espectáculo más majestuoso del verano: el avistamiento de ballenas jorobadas.
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A bordo de una embarcación artesanal, con el viento salado golpeando el rostro y la brisa cargada de yodo y espuma marina, los turistas guardan silencio. Las cámaras están listas, los corazones acelerados. “Siempre es emocionante, pero el primer salto de una ballena es como si la tierra misma respirara”, dice con una sonrisa amplia Galo Paredes, un guía turístico local que lleva más de quince años conduciendo estos tours. “Es un momento que no se olvida nunca. Sientes que el océano te habla”.
Un sonido sordo, profundo, como el rugido contenido del mar. El agua se eleva y explota. Una mole gris azulada se eleva en el aire. La ballena, de casi quince metros, realiza un salto completo, como si desafiara las leyes del peso y la gravedad. La caída es un estruendo, una lluvia de agua salada que cae sobre la lancha como una bendición. Los turistas gritan, algunos lloran, otros simplemente se quedan ‘boquiabiertos’. “¡Es como ver un dinosaurio danzando en el cielo!”, exclama entre lágrimas Clara Moreno, turista colombiana que vino con su familia desde Medellín solo para este momento.
El olor del mar se intensifica. No es solo sal; hay algo más: el perfume húmedo y antiguo de las algas, el leve tufo del motor marino, el aliento mismo del océano. Es un aroma que penetra la ropa, la piel, y que queda impregnado en la memoria, como un tatuaje invisible del viaje.
En el agua, otro lomo oscuro corta la superficie. Un aletazo. Luego una cola gigantesca que se arquea, elegante y poderosa. “Esa es una hembra, va con su cría. Están viajando desde la Antártida, vienen desde hace semanas”, explica Rosa Barre, bióloga marina y una de las encargadas del monitoreo ambiental del tour. “Este lugar, por su temperatura y su tranquilidad, es ideal para que se reproduzcan y den a luz. Es un viaje de amor, de vida”.

Las ballenas recorren más de 8.000 kilómetros
Cada año, entre junio y septiembre, las ballenas jorobadas llegan a esta costa ecuatoriana tras recorrer más de 8.000 kilómetros desde las heladas aguas del sur. Lo hacen guiadas por un instinto ancestral, buscando el calor del Pacífico para cantar, aparearse y asegurar el futuro de su especie. En Súa, encuentran un refugio, y los humanos, un milagro.
La comunidad ha aprendido a vivir con los gigantes del mar. En el malecón, la música no deja de sonar. El aire se llena con el aroma penetrante y delicioso de los mariscos frescos, que se mezclan con el chillido del aceite caliente donde se fríen corviches dorados y humeantes en la feria gastronómica. Cada crujido anuncia que el sabor de la costa está listo para servirse. Las risas, los pasos sobre la arena y los gritos emocionados de los niños se funden con los golpes de marimba, mientras el corazón de Súa late al ritmo de su mar y su gente.
“Aquí las ballenas traen alegría, traen trabajo, traen esperanza”, cuenta Emilia Zambrano, vendedora de ceviches. Su voz se pierde entre los acordes de marimba que suenan en la playa, mientras decenas de turistas regresan emocionados de las excursiones. “Muchos no sabían ni que existíamos, y ahora vienen de todas partes”.
Las autoridades municipales, operadores turísticos y pobladores han trabajado juntos para que esta temporada 2025 sea especial. Lanchas acondicionadas con chalecos, guías capacitados, protocolos de seguridad ambiental. “Queremos que todos disfruten, pero sin molestar a las ballenas”, afirma Pablo Rivadeneira, presidente de la cooperativa de transporte turístico. “Este no es un espectáculo cualquiera: es la vida misma en movimiento”.
De vuelta al muelle, tras casi dos horas en altamar, los rostros reflejan una mezcla de emoción y serenidad. Como si algo dentro de cada visitante hubiera cambiado. “Es una experiencia espiritual. Te hace sentir pequeño y enorme al mismo tiempo”, resume Santiago Aguilar, turista quiteño. “No pensé que me iba a emocionar tanto. Verlas tan cerca… te sacude el alma”.
El sol pega fuerte. En la playa, las familias caminan con los pies hundidos en la arena mojada, mientras los niños corretean imitando los saltos de las ballenas. En Súa, tierra mágica del Pacífico, los gigantes del mar han vuelto. Y con ellos, ha regresado la poesía del océano.
Porque aquí, donde la naturaleza escribe con espuma y sal, cada avistamiento es una página viva que el tiempo no puede borrar.
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