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Dibujo para columna de Tania Tinoco
La visita al camposanto difícilmente nos devuelve indiferentes.Ilustración Teddy Cabrera

Sin tentar a la parca

Al entrar a esa miniciudad de cruces blancas, entendemos de inmediato que en la muerte volvemos a ser iguales.

Finalmente cedió. Cuando se habían cumplido 23 años de su muerte, su viuda, mi madre, aceptó viajar con hijos y nietos a la playa, para el feriado de difuntos. No hubo manera antes de convencerla de que nuestro padre no estaba allí, bajo esa lápida de mármol con su nombre en el cementerio.

Aun ahora, embarcada en los paseos familiares de estas fechas, no ha dejado de poner flores frescas sobre la tumba de quien fue su esposo por cerca de 40 años, y donde aun nos lleva como hijos para rezar en familia.

Al entrar a esa miniciudad de cruces blancas, entendemos de inmediato que en la muerte volvemos a ser iguales. Que dejan de importar los títulos, la belleza o el dinero. ¿Por qué le damos valía a eso? Cada cementerio nos recuerda el destino del cuerpo que arropa el alma, y nos llama a la reflexión y la cordura. ¿Estoy viviendo como debo vivir? ¿Qué estoy haciendo mal, qué debo corregir, soltar, enfrentar?

En los camposantos es posible dimensionar el amor; entenderlo también como el recuerdo que permite seguir con vida a quienes se fueron. Como visitantes, apreciamos la oración, incluso la fe en un Dios que redime. Vemos deudos silentes, incluso dolientes, parados sobre el pasto o frente a los nichos blancos, en clara actitud de veneración. Podemos percibir sus murmullos, acaso porque sus muertos siguen teniendo oídos para ellos, siguen comprendiendo sus dolores, y aun sin responder, consuelan. Es claro entonces que la muerte en el corazón no existe.

La visita al camposanto difícilmente nos devuelve indiferentes. Acaso nos manda con un recordatorio del reloj que no para, que invariablemente nos va restando días, acortando una vida que tardamos en apreciarla como ese lienzo en blanco que es, listo para recibir nuestros trazos.

Sí, tardamos en apreciar ¡la vida! Desperdiciamos días y momentos. Priorizamos la queja, el fastidio, la rabia y sobretodo dejamos pasar la oportunidad de descubrir porqué y para qué estamos aquí.

Mi amigo Shariar, me decía hace poco que está harto de tantas pruebas que le pone la vida. Que apenas resuelve un problema, ya tiene otros 2 encima. Se siente solo y cansado, y tantas veces, decepcionado. Los maestros le dirían que su desafío es mirar las cosas desde otra perspectiva, entendiendo y aceptando que requiere más cicatrices y mùsculos para su gran momento. Los sabios dicen que todos tenemos un gran momento, cuando finalmente entendemos y aceptamos el propósito de vida, reconociendo que sin el aprendizaje que hemos tenido, a veces doloroso, no estuviésemos listos para hacerle frente. Y cada uno escoge como aprende: Hallando momentos felices en el trayecto, o ignorándolos sin disfrutarlos.

En estos días, volvì a leer El Remordimiento de Borges, que empieza con una confesión tremenda: "He cometido el peor de los pecados que un hombre puede cometer. No he sido feliz…" Lo escribió en el 1975, tras la muerte de su madre, reconociendo los fantasmas que lo atormentaban y lo hacían someter la alegría al sufrimiento.

-Cómprate un espejo grande-, le dije a mi amigo Shariar, para que te veas en la dimensión correcta. Mìrate desde otra perspetiva, de manera más elevada. Dale valor a las cosas que tienes afuera y adentro. Aunque el dolor es inevitable, el sufrimiento no. Sufrimos tanto y tantas veces por la sola idea de algo que pueda pasar, y la mayoría de veces nunca pasa.

Samuel Johnson decía: "No importa como muere un hombre sino como vive. El acto de morir no es importante, dura tan poco tiempo".

Si vamos al cementerio en estos días, hagámoslo de otra forma. Priorizando el amor y no el dolor. Agradeciendo a nuestros muertos por lo que nos dieron, por habernos dado tanto en vida.