
Manual de etiqueta para sobrevivir a una boda y no morir en el intento
Una ya no está para sufrir en tacones ni morir de sed en un rincón: la elegancia también exige logística y sobriedad
No es que una ande con la agenda colapsada a estas alturas del partido, ya sé elegir mejor mis batallas sociales, pero cuando se da el milagro de que coincido con mi círculo dorado (ese puñado de seres privilegiados que aún gozan de mi presencia), exijo, como mínimo, comodidad absoluta. ¿El uniforme de combate? Camiseta suelta y mis confortables pantalones otavaleños. Consejo de oro: en su próxima incursión al mercado artesanal, no salgan sin llevarse al menos un par. Después no digan que no les advertí.
Pero resulta que mis amigas están en esa fase en que sus bendiciones, sí, sus criaturas, ya están dando el paso hacia el altar (¡todavía existen, créanlo o no, las bodas con marcha nupcial y arroz biodegradable!). Y claro, no se puede llegar hecha la versión latina de Bridget Jones: hay que producirse de pies a cabeza como si el evento se lo transmitiera por todas las redes sociales.
Las que saben, saben: asistir a estas galas disfrazadas implica un presupuesto que no se improvisa. No señora. Hablamos de meses de estrategia financiera. Porque el vestido no se cose solo, los zapatos no bajan del cielo, las uñas no se pintan con marcador, el maquillaje no es Photoshop, el peinado no es magia y las joyas de la corona… bueno, esas hay que suplicárselas a la madrina con tiempo de anticipación o tener un sugar de buen gusto. Así que sí, es todo un operativo glam, con planilla Excel incluida.
Ya en la celebración -esa coreografía social donde una debe fingir que conoce a medio salón-, empieza el besuqueo colectivo con conocidos, semi conocidos y completos desconocidos. Porque claro, hay que ser amable, encantadora y diplomática, aunque no tengas la menor idea de con quién estás compartiendo la mesa… si es que tienes mesa, porque a veces, ni eso. Una acaba flotando como alma en pena con copa en mano, esperando que la divina providencia o el salonero amigo te acomode en algún rinconcito.
Sugerencias para la recepción
Yo siempre he dicho que los padres de los novios deberían tener la decencia, la cortesía cristiana, de colocar un letrerito bien claro: “Aquí el grupo de los veteranos de me quedé en los ochenta”. Y por piedad, lo más lejos posible de los parlantes. Porque si bien una ya tuvo sus años de perreo ilustrado, a estos añitos no se está para andar bajando hasta el piso como quinceañera poseída. No, no. Una quiere sentarse, tomar su champancito, comer sin prisa y, lo más importante: dedicarse al noble arte de criticar -con elegancia, eso sí- todos los desatinos estilísticos, logísticos y afectivos que se vayan manifestando en el magno evento.
Se los imploro con el corazón en la mano, ¡no caigan en la tentación de hacer una boda al aire libre! En serio, no lo hagan, que una ya ha vivido suficiente como para saber que en la costa ecuatoriana hay dos estaciones climáticas: diluvio universal o infierno premium. O llueve con furia tropical como si estuviéramos pagando pecados ajenos, o el calor te derrite las pestañas postizas antes de que llegue el primer brindis.
Y ni hablar de estos tiempos “templados” que tanto presumen los expertos del INAMHI: el viento huracanado aparece sin ser invitado y se lleva toldos, peinados, centros de mesa y la dignidad de más de una madrina con vestido vaporoso. Para colmo, el césped húmedo se convierte en una trampa mortal para los tacones, ¡que costaron un dineral! Y al menos yo, señores, no tengo a quién mandarle la factura para el reembolso de gastos.
Otra sugerencia, que seguro me van a agradecer entre sorbo y sorbo: háganse el gasto en meseros, y no cualquier mesero, no, no... meseros estratégicamente entrenados para cubrir todos los vericuetos del salón. Porque seamos sinceras, pedir una segunda copa no debería convertirse en una odisea etílica de tres horas, justo cuando Morfeo ya te está guiñando el ojo y tú apenas has probado el champán de bienvenida.
Y lo del buffet... ¡Ay, el buffet! Esa actividad que, en teoría, suena deliciosa, pero que en la práctica implica pasarte media velada en fila india, con el clutch en una mano, empinada sobre esos tacos criminales que aprietan cruelmente y el alma en vilo porque se acaban los camarones. Cuando, con un buen servicio, una podría permanecer sentadita, regia y sin despeinarse, viendo aparecer ante sus ojos un platillo tras otro, como si los dioses del catering supieran exactamente lo que el paladar desea.
En fin, que viva el amor, los votos y los novios… sobre todo los novios, que seguro están muy guapos y bien pueden cargar bandejas de langostas si el presupuesto no da para más.
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