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Dina Boluarte
La destituida presidenta de Perú, Dina Boluarte, en una imagen de archivo.EFE

Dina Boluarte, las "vacunas" y el espejismo de estabilidad

#ANÁLISIS: En el Perú, los gobiernos caen con la misma facilidad con que se estrenan

En el Perú, los gobiernos caen con la misma facilidad con que se estrenan. Dina Boluarte llegó al poder como quien hereda un incendio: tras la destitución de Pedro Castillo, asumió con la promesa de devolver la calma institucional. Pero lo que debía ser un interinato de reconstrucción se convirtió en una administración marcada por el lujo, la sangre y la desconfianza.

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Boluarte nunca tuvo capital político propio. Era una funcionaria de segunda línea, catapultada por la implosión de Castillo, un maestro rural que confundió la aritmética del poder con la aritmética del aula. Desde el inicio, su presidencia fue una paradoja: constitucionalmente legítima, pero socialmente rechazada. A los pocos meses, su popularidad rondaba el 10%, y según Latinobarómetro, fue la presidenta más impopular de América Latina.

El escándalo de los relojes Rolex —símbolo involuntario de un gobierno que predicaba austeridad— erosionó aún más su imagen. Las investigaciones fiscales por enriquecimiento ilícito y lavado de activos la colocaron en el centro de una tormenta judicial. Pero lo que terminó de encender la mecha fue un fenómeno más profundo: la percepción de que el crimen organizado había penetrado al Estado y que las mafias cobraban “vacunas” —extorsiones— a transportistas, comerciantes y empresarios, mientras el gobierno permanecía inmóvil.

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Las “vacunas” se propagaron en barrios y terminales gracias a la corrupción policial, la impunidad local y el abandono estatal, que permitieron a las bandas operar como si fueran autoridades. El tiroteo ocurrido en Lima, atribuido a una represalia de bandas por el no pago de estas “vacunas”, fue el punto de no retorno. La violencia dejó de ser un dato estadístico para convertirse en un mensaje político. En el Congreso, hasta los bloques que toleraban a Boluarte entendieron que seguir defendiéndola equivalía a hundirse con ella. La moción de vacancia fue aprobada con una mayoría abrumadora.

Dina Boluarte cayó no solo por sus errores, sino por una acumulación de agravios: un país hastiado del desgobierno, un Estado infiltrado por el crimen y una clase política que confunde la estabilidad con la impunidad. Su intento de justificar los relojes como “prestados”, sus viajes cuestionados y las sospechas de favores en nombramientos terminaron por construir la narrativa perfecta para su salida.

El nuevo presidente, José Jeri, tiene ante sí una tarea casi imposible: restaurar la confianza en una república que parece vivir en crisis perpetua. Sin embargo, el caso peruano guarda una particularidad que desconcierta a los vecinos: a pesar del caos político, su economía se mantiene sorprendentemente estable. Mientras Ecuador, con menos sobresaltos institucionales, sufre temblores cada vez que cambia un ministro, Perú ha logrado aislar la política de los fundamentos macroeconómicos. El Banco Central mantiene independencia técnica, el manejo fiscal es prudente y las inversiones en minería y servicios continúan fluyendo. Es un modelo de “estabilidad disfuncional”: una economía que avanza, aunque la política retroceda.

Perú parece vivir una paradoja ejemplar

Comparado con Ecuador, el Perú parece vivir una paradoja ejemplar. En Quito o Guayaquil, un solo escándalo basta para paralizar la inversión o encarecer el crédito. En Lima, en cambio, siete presidentes después, el sol sigue siendo fuerte y la economía sigue caminando. Tal vez sea su mayor mérito institucional: la economía peruana aprendió a sobrevivir sin gobierno.

Pero esa desconexión también tiene un costo. Un país no puede crecer indefinidamente divorciado de su política. Cuando las “vacunas” se vuelven parte del lenguaje cotidiano y el ciudadano teme más al delincuente que al desempleo, el crecimiento deja de tener sentido.

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Boluarte cayó como cayó Castillo, como antes Vizcarra, PPK y Humala: en medio de la sospecha, el cansancio y la distancia entre el poder y la calle. En el Perú, la sucesión ya no es un mecanismo constitucional, sino una costumbre. Y aunque la economía siga respirando, la democracia lleva tiempo en cuidados intensivos.

Sin embargo, hay algo que el Perú enseña a la región: la resistencia de su institucionalidad económica, la vitalidad de su sociedad civil y la capacidad de reinventarse una y otra vez. Tal vez esa sea la lección que valga la pena aprender: que la estabilidad no nace del silencio ni del miedo, sino de la convicción de que los pueblos, aun cansados, no se rinden.

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