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Populistas. El socialismo se impuso 10 años en el continente y quiere volver.Dolores Ochoa / AP

¿En qué momento el socialismo se volvió tan reaccionario?

La izquierda: desertora de la razón pública, enemiga de la democracia, hostil a la globalización, negligente con la libertad...

“Los resultados me mostraron que tras 500 años de llegada de los españoles casi no poseo sangre ibérica, apenas un 4 por ciento de ‘hispanidad’ corre por mis venas”, escribía la joven influencer. Y echaba cuentas: 40 por ciento indígena mesoamericana, 38 por ciento indígena andina: “Soy 78 por ciento indígena”. Había contratado “un examen de ADN étnico” y ahora, en un mensaje de clara intención política subido a las redes sociales el 12 de octubre último y vitoreado por unánimes seguidores, despotricaba contra la celebración del descubrimiento de América y anunciaba al mundo el feliz hallazgo que, como admitió ella misma, le hacía llorar de la emoción: “Soy india y estoy feliz de serlo”. Artista con bien ganado reconocimiento internacional, mujer progresista de militancias definidas e ideas firmes, en fin, intelectual de izquierda en toda regla, la autora del mensaje se preocupaba por dejar establecido que todas esas historias de “orgullo racial” no le gustan nada: que las encuentra fascistas, decía, ajena a sus propias contradicciones, incapacitada para el autoanálisis.

Discursos como el suyo son tendencia desde octubre de 2019. Porque ahora resulta que la izquierda anda hurgando en los registros de ADN en búsqueda de la pureza étnica. El discurso político de la progresía ha devenido en un confuso batiburrillo que conjuga raza con soberanía y nacionalismo con microidentidades en medio de un sustancioso caldo de pensamiento mágico… El socialismo, que en sus orígenes se veía como “la Razón en marcha”, tal y como rezaba un verso de ‘La Internacional’, ha desertado de su compromiso con la racionalidad y ha terminado por asumir como propias las ideas que siempre combatió, aquellas (tan rancias como la de convertir la raza en un eje de la política) contra las cuales construyó su identidad. ¿En qué momento la izquierda se volvió tan reaccionaria?

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Hoy el socialismo es una fuerza antiilustrada que sustituye los argumentos con la proclamación de su propia superioridad moral. Considera, de entrada, que todos aquellos que defienden opiniones contrarias a las suyas lo hacen no por sincero convencimiento sino por razones ilegítimas: por defender sus privilegios, generalmente; o por dinero, porque alguien (algún banquero, algún político de la derecha, algún funcionario corrupto) compró sus conciencias con un cheque y son, por tanto, unos descalificados. El veto y la cancelación es la única respuesta que merecen. Esta suposición inhabilita cualquier posibilidad de debate racional y pone en peligro los fundamentos de la democracia, sistema en el que el socialismo dejó de creer: se limita a verlo como un orden burgués apenas aprovechable para la captación del poder, un edificio que, como en la parábola marxista del viejo topo, hay que carcomer por dentro desde sus cimientos.

Ya no existe un pensamiento socialista: la fiebre de la posmodernidad, con su explosión de microidentidades, arrasó con él. En su lugar dejó un supersticioso voluntarismo moralista que difumina los problemas y absuelve los debates a fuerza de no verlos. Por eso el socialismo contemporáneo se puede dar el lujo de ser una fanesca. En él, feministas radicales y militantes de las minorías sexuales comparten espacio con representantes de culturas sexistas y machistas que exigen respeto a su cosmovisión y sus tradiciones. Teóricos de la justicia global y admiradores de Baltazar Garzón se sientan junto a quienes han declarado la guerra a los tribunales internacionales en nombre de la soberanía. Los defensores de los subsidios a los combustibles fósiles proponen dejar el petróleo bajo tierra, los proteccionistas más rabiosos exigen a nuestros socios comerciales la eliminación de los aranceles, los partidarios de la ciudadanía universal quieren boicotear la globalización. Desarrollistas que proponen políticas de expansión económica se dan la mano con ecologistas que abogan por el crecimiento cero. Sindicalistas que quieren proteger sus industrias obsoletas ante las innovaciones que les permitirían ampliar sus mercados comulgan con los supuestos paladines de la sociedad del conocimiento que proponen un salto adelante en infraestructura productiva. ¿Cómo se resuelven todas estas contradicciones? ¿Cómo se arbitra semejante cúmulo de debates? Fácil: no se resuelven; no se debate. Simplemente, se mira para otro lado, se ofrece el paraíso para todos y se cultiva, como fórmula mágica, el fetiche de la “participación”. Como si la participación fuera un fin en sí mismo, como si constituyera un programa y no un procedimiento, como si las diferencias irreconciliables entre feministas y representantes de culturas tradicionalistas y patriarcales quedaran absueltas por el mero hecho de participar juntos de la búsqueda del paraíso. Por eso el populismo es la única posibilidad de realización del socialismo posmoderno: hay que ofrecerlo todo a todos y mantener viva la llama de la movilización participativa permanente para que nadie llegue a darse cuenta de que no hay nada para nadie.

La izquierda abrazando ideas que siempre combatió: el socialismo del siglo XXI ha sustituido la idea de la nación republicana (y laica) por la religiosa visión de las comunidades políticas basadas en la identidad, es decir, en evanescentes esencias o espíritus del pueblo (Volksgeist, decían los nazis, y les construían monumentos). Así, cada ciudadano queda adscrito a un colectivo en virtud de un rasgo de identidad que explica su vida entera y justifica un trato diferente: por su origen étnico, por su lengua, por su sexo o género… Colectivos e identidades que, como proponen los dirigentes del indigenismo de nuevo cuño (Leonidas Iza y sus teóricos), se definen en función de no entenderse con los demás. La comunidad política, para esta nueva versión del socialismo, es una suma de colectivos que no se entienden entre sí.

La izquierda abrazando ideas que siempre combatió: el socialismo del siglo XXI sustituyó la muy marxista confianza en el crecimiento de las fuerzas productivas como motor de la emancipación social, por un inusitado e irracional desprecio por el factor que hace posible ese crecimiento: el comercio. Y un rechazo aún mayor por la forma inevitable que ha adquirido ese intercambio, que no es solo comercial, en los últimos 500 años: la globalización. Hoy nadie puede poner en duda que la globalización ha mejorado las condiciones de vida de la humanidad entera. Esperanza de vida, educación, salud, seguridad, ingresos, derechos sociales… No hay un solo indicador en el que no estemos mejor que hace 200, 100, 50 años. ¡Hasta el Manifiesto Comunista está lleno de elogios al proceso de expansión capitalista! Sin embargo, los socialistas del siglo XXI se siguen oponiendo, intentan boicotear sus instrumentos, poner barreras a sus procesos, mantener a los países al margen de sus avances. El resultado es inevitablemente calamitoso dondequiera que esas medidas se hayan aplicado.

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Finalmente, cuando se tiene el espejismo de conocer hacia dónde avanza la historia (hacia el horizonte luminoso del socialismo, por supuesto) y cuáles son los pasos necesarios para llegar allá; cuando se da por sentado que ese destino inexorable se puede equiparar al paraíso en la tierra, donde hay de todo para todos, cualquier exceso, cualquier privación de derechos, cualquier pérdida de libertades resulta justificable. En algún punto de su historia el socialismo dejó de luchar por la libertad. La hipótesis es que la libertad queda pospuesta hasta que termine de construirse la sociedad igualitaria. Décadas después, cuando resulte evidente, como en Cuba, que la libertad es irrecuperable porque la igualdad es inalcanzable, sólo quedará reivindicar la soberanía.

Desertor de la racionalidad pública como única posibilidad del debate democrático; enemigo, en consecuencia, de la democracia; hostil a la expansión económica, contrario al mercado, refractario a la globalización; negligente con la libertad, violador de derechos… El socialismo del siglo XXI ha echado por el caño tanto los principios como el espíritu mismo de la Ilustración. No es raro que, durante los diez años que fue gobierno en el Ecuador, despreciara la mayor de las realizaciones políticas ilustradas: la división e independencia de poderes. Que ese esquema ya había sido superado, se permitió decir Marcela Aguiñaga en un despliegue de ignorancia sin precedentes. Por décadas de tradición histórica, estamos acostumbrados a pensar en el socialismo como el impulsor de los grandes cambios sociales que se han producido en Occidente: los derechos laborales, el sindicalismo, la seguridad social, el Estado de Bienestar. Probablemente así fue. Pero quizás ya es hora (si es que no es tarde) para aplicar la clásica recomendación de un insigne economista de izquierda, precisamente, John Maynard Keynes: cuando los hechos cambian, dijo él, hay que cambiar de opinión. Y los hechos, hoy, muestran que el socialismo es la más reaccionaria de las fuerzas políticas. Tan reaccionaria como buscar en el ADN los vestigios de la pureza de sangre.

El libro que explica adónde va la izquierda

Publicado en 2019 por la editorial Página Indómita, ‘La deriva reaccionaria de la izquierda’ es probablemente el mejor análisis escrito en español sobre cómo la izquierda contemporánea traicionó la racionalidad, los principios y el espíritu de la Ilustración y abrazó las ideas y las causas contra las que siempre luchó. Su autor, el español Félix Ovejero, doctor en Ciencias Económicas, escribe desde una perspectiva de izquierdas ilustrada y racional.