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Campaña de Luisa González
Caravana. El camión desde el que la candidata correísta, micrófono en mano, anima a las masas, recorrió esta semana el norte de Quito.Cortesía

Luisa ensaya para las sabatinas

Perlas de campaña: la candidata correísta desempolvó el recurso de instigar a la gente para que actúe contra otra gente. Ocurrió en Carapungo.

El portal digital Plan V registró la escena del baldazo de agua. Ocurrió el lunes pasado en Carapungo, uno de los barrios más populosos del norte de la capital, durante uno de esos recorridos de campaña de los candidatos correístas que la propia Luisa González, micrófono en mano, anima a grito pelado desde la cima de su camioncito. Agredida de forma grosera y plebeya, la aspirante a la presidencia contraatacó indignada, azuzó a las masas que la acompañaban y mostró, sin proponérselo, la que será la cara auténtica de su gobierno en la eventualidad de que llegue a ganar las elecciones. Nada que el país no haya visto ya.

No fue captado por las cámaras el momento en que el agua caía sobre la caravana correísta. Sí quedó grabada, en cambio, la reacción de la candidata contra el anónimo autor de la agresión que, mojigato como también ella admite ser en un video en el que cuenta anécdotas de juventud y que se hizo muy popular en las redes sociales, se escondió de todas las miradas y no dio la cara. También Luisa González se escondía, según confesión propia, cuando metía relajo en su prolongada etapa de colegial, aprovechando la ausencia de los profesores (“era bacansísimo”, dice), y echaba la culpa a los varones: “Para mojigatos, nadie nos ganaba”, admite.

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“¿Dónde está la gente de Carapungo?”, llamó a formar filas la candidata en su defensa. “¡Aquííí!”, respondió la multitud al unísono. Entonces ella, enojada, despachó un discurso de reproche contra el que les había echado el agua. A gritos: “¡Ese tipo de gestos son repudiables! ¡La violencia es lo que nos está inundando las calles! ¡El odio!”, alcanzó a decir con su vocabulario de medio centenar de palabras y sus limitados recursos retóricos que jamás le permitieron brillar medianamente en la Asamblea, ni siquiera cuando leía sus discursos.

De pronto, se volvió a la gente que la rodeaba y convirtió la identidad del agresor en un tema de interés público: “¡Ustedes deben saber quién vive ahí! -dijo señalando la casa-, ¡vayan y díganle a ese señor que no se hace eso, que no se agrede, que no se falta así al respeto!”. Con cerrada ovación y ruidosos chillidos respondieron los seguidores.

Esto de instigar a la gente para que actúe contra otra gente es un recurso que el expresidente Rafael Correa, a quien ella, más que amar, idolatra, cultivó desde el primer día de su gobierno. De hecho, lo hizo cuando acababa de posesionarse como presidente de la República y protagonizaba su primera concentración de masas en la Ciudad Mitad del Mundo. En ese acto en el que empezó a gobernar y firmó sus primeros decretos con Hugo Chávez sentado a su derecha y mirándole por encima del hombro, Correa presentó uno por uno a los ministros de su primer gabinete. Y como dos de ellos fueran pifiados por venir del gobierno anterior (Ana Albán, de Ambiente, y Raúl Vallejo, de Educación) se puso de pie, iracundo, y con voces destempladas ordenó que se expulsara a “los infiltrados”, cosa que se hizo de manera expedita y sin escatimar violencia. Este procedimiento sería perfeccionado hasta límites perversos en diez años de sabatinas. Ahora, con Luisa González, más de lo mismo.

“Vayan y díganle”, dispone la candidata. Con una cultura política como la suya, que celebra la mojigatería como anécdota, quizá resulte más cómodo romperle los vidrios a pedradas directamente sin necesidad de identificarse y conversar. Quién sabe si algo peor, Luisa González no se hace responsable. Nomás hay que imaginarla de presidenta, con su rencor, su limitación expresiva y su mojigatería confesa, conduciendo una sabatina.

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