Diario de una cuarentena 18
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CUARENTENA, DÍA 18: Hoy me traen una boya a domicilio

Hay pequeños lugares que hacen de una ciudad un mejor lugar para vivir. Hoy extrañé profundamente a uno de ellos

Roberto Aguilar publicará este diario hasta el final de la cuarentena por el coronavirus. Puedes leer todas las entregas aquí.

Estoy esperando a mi librera. De un momento a otro llegará trayéndome un bálsamo para el encierro.

Hay quienes no pueden vivir sin tener un abogado que vele por sus intereses, obviamente porque sus intereses sobrepasan el ámbito de acción de una persona, es decir, son más grandes que sus posibilidades; o quizá (últimamente he visto casos así aparecer con recurrencia en los juzgados) porque sus intereses requieren del escrupuloso y discreto manejo de terceros. El caso es que sin un abogado a mano no son nadie. Otros, en cambio, necesitan un médico de cabecera, cosa que me parece a mí perfectamente razonable y comprensible a condición de que el médico en cuestión sea eso, un médico, no un simple doctor por adornado de diplomas que tenga el consultorio. No es tan fácil, si se piensa, encontrar un médico en estos tiempos de sobreabundancia de doctores. Finalmente, hay un tercer grupo de personas que lo que necesitan tener a mano es un cura: alguien que les confiese y les administre sacramentos, si son católicos, o que, en cualquier caso, les aporte consuelo, les ofrezca consejo y desempeñe esa labor un tanto inaprehensible que el mismo nombre del oficio indica: cura de almas.

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Aunque tengo la suerte de contar con un médico de verdad, con quien hablo casi a diario pero no porque se ocupe de mi salud (que también) sino porque es mi amigo, no pertenezco a ninguno de los tres grupos anteriores. Yo lo que necesito no es ni un abogado ni un doctor ni un cura. Necesito un librero. Y un librero, cuando es bueno, es como un chamán contemporáneo perfectamente capacitado, aunque lo ignore, para hacer las veces de abogado, de médico y de cura al mismo tiempo. “Que otros se jacten de las páginas que han escrito; a mí me enorgullecen las que he leído”, escribió Borges en ‘Elogio de la sombra’, en unos versos que se han convertido en un lugar común de tanto que los citan. Pues a mí me enorgullece mi librera. Hoy me encuentro aquí, esperándola en esta cuarentena, pues va a llegar hasta mi puerta no para venderme un libro: para prestármelo, porque solo le queda su propio ejemplar y sabe que ese libro es exactamente lo que necesito para sobrellevar mi encierro. Porque ha aprendido a conocerme a través de lo que leo, aunque poco o casi nada sepa de mi vida. Porque entiende. Porque se preocupa. ¿Cómo no sentirse orgulloso de ella?

Mi librera se llama Karina Sánchez y su diminuto negocio, la librería Tolstói, es quizá el único lugar de Quito que he echado de menos durante estos días de encierro.

‘La penúltima bondad. Ensayo sobre la vida humana’ es el título del libro que viene en camino. Lo acompaña ’La resistencia íntima. Ensayo de una filosofía de la proximidad’, ambos del filósofo catalán Josep Maria Esquirol. Lecturas que pueden funcionar como una boya en tiempos de ansiedad, paranoia y coronavirus.

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Líneas fundamentales del pensamiento de Esquirol: el ser humano, dice él, es una vertical entre el suelo y el cielo. La vida consiste en “mantener el tipo” en esa “situación de intemperie”. Estamos, en principio, desprotegidos, y ante esa desprotección lo más importante que tenemos los humanos es nuestra vocación de cuidarnos unos a otros. Él cree que todo (el lenguaje, la medicina, la misma filosofía debe subordinarse a esa vocación de cuidado). Y propone una actitud ética fundamental: la resistencia. “Existir -dice- es resistir”. ¿Resistir a qué? A cualquier cosa que domine. Hoy, por ejemplo, domina el optimismo descafeinado de la corrección política y el buen rollito. Pues hay que resistirse. ¿Cómo debe ser esa resistencia? Esa resistencia debe ser íntima, que no es lo mismo que interior. Lo íntimo hace alusión no a aquello que tenemos dentro, sino a aquello que nos es próximo: nuestros amigos, nuestros entornos, “el poco cielo que ves desde tu ventana”, nuestra casa: el escenario inmediato del cuidado mutuo. Por eso el subtítulo de su segundo libro: ‘Ensayo de una filosofía de la proximidad’. Díganme si no es una lectura salvadora para estos días de aislamiento e inseguridades.

Ya viene Karina, mi librera, con la salvación en las manos. Temo que sea una de sus últimas entregas. Temo que su pequeño negocio, ese local diminuto con una exquisita selección de títulos que lleva casi un mes con las puertas cerradas y las ventas congeladas, no logre sobrevivir al coronavirus. Temo que la crisis que se viene la pase por encima en este país donde los libros no son una prioridad para nadie y los registros de lectura son los más bajos de América Latina: apenas 0,5 libros por persona al año, es una vergüenza y probablemente sea la explicación de todos nuestros males, incluyendo las altas cifras de contagios. Sufro de solo pensarlo. Sin la librería Tolstói, sin Karina Sánchez tras su pequeño mostrador, rodeada de pilas de volúmenes recién llegados y esperándote con el que te corresponde a ti, específicamente a ti y a nadie más que a ti (ella lo sabe), sin ese oasis, Quito será un peor lugar para vivir.