Jorge Tapia conserva entre los recuerdos más queridos de su infancia la imagen de las calles de Calderón en Navidad. La boyante parroquia del norte de Quito era un sitio privilegiado para el turismo, pues era una parada obligatoria para quienes viajaban hacia Otavalo y Cotacachi. Todos querían parar en Calderón porque en sus coloridas calles se respiraba el olor a mazapán.

Adornos, imanes, llaveros, esferos, nacimientos, floreros, recuerdos y más se elaboraban ahí, de la mano de cientos de artesanos que colocaban sus puestos sobre la vía. Es un hermoso recuerdo. Nada más.

Hoy en día, el legado del mazapán de Calderón es casi inexistente. La gran mayoría de los artesanos han muerto, han migrado o se han dedicado a otras cosas. Las calles hoy son ocupadas por vendedores informales que pululan sobre las aceras de las avenidas principales de la parroquia. Lo que queda del mazapán se puede encontrar únicamente en el centro artesanal, cuya puerta es casi invisible entre el caos comercial.

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Hace más de veinte años, cuando la Unión de Productores Progresistas Mazapán de Calderón fue construido, parecía un logro, pero terminó siendo una pesadilla. Así lo explica Tapia, vicepresidente de la Asociación de Artesanos. 

“Fue una iniciativa que apoyamos porque nos daba un lugar propio y cómodo para nuestros negocios. Nunca imaginamos que quedaríamos completamente relegados, olvidados por las autoridades y sin fondos propios para expandirnos o al menos hacernos visibles”, dice.

Los problemas, afirma Elena Oyagata, artesana de la localidad, surgieron cuando la venta informal ocupó las vías, y luego, cuando el plan trazado para el gigantesco mercado de Calderón, no tomó en cuenta al centro artesanal ni creó accesos para llegar a él.

“Nos reunimos con las autoridades. Les pedimos que nos hicieran una entrada desde el mercado para poder contar con parqueadero y que la gente pudiera entrar directamente, pero nos ignoraron por completo. En las vías principales, por las ventas en la calle, no hay parqueo, y ni siquiera un letrero nos ha podido facilitar ninguna de las autoridades con las que hemos hablado. Vienen, se toman la foto y se olvidan de nosotros”, dice indignada.

Y es que para llegar al centro artesanal hay que preguntar, y solo los vecinos y propietarios más antiguos saben dónde está ubicado. Frente a la desinformación, la gran mayoría de locales permanece cerrados, mientras los pocos artesanos que aún quedan priorizan las ferias de emprendimiento para darse a conocer y sacar las ventas del día o del mes.

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Ni las ventas navideñas los salvan. Pues si bien esta es la época del año en el que más clientes reciben, no son suficientes para mantener a flote a las familias que aún viven del mazapán.

“En un mundo ideal, las autoridades le darían a nuestro trabajo el valor que merece y nos ofrecerían mejores condiciones, porque este es un arte que surgió en Calderón y que es autóctono de aquí, es memoria, historia y patrimonio. Sin embargo, solo recibimos promesas vacías”.

Oyagata se suma al pedido, señalando que en el centro artesanal la artesana más joven ya roza los cincuenta años. “Nuestros hijos nos han visto luchando y han preferido hacer otras cosas, tener otras profesiones u oficios. Cuando nosotros ya no estemos, nadie continuará nuestro legado y se perderá un valioso pedazo de nuestra historia, de la historia de esta parroquia”, añade.

Una hazaña inolvidable

En 2020, once de los artesanos de la Unión de Productores Progresistas Mazapán elaboraron un hombre de jengibre de 7,5 metros de altura como parte de las decoraciones que ese año un centro comercial del norte de la urbe colocó como uno de sus principales atractivos.

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