José Hernández | ¿Puede Ecuador vivir sin esperanza?

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La desesperanza tiene pasaporte hacia cualquier dirección, con efectos impredecibles

Daniel Noboa quizá no lo ve en toda su amplitud, pero debe intuirlo. Una señal inequívoca es el descenso de popularidad y la calificación de su gestión. Ha perdido espacio en ese terreno invisible, pero terriblemente real y necesario para las personas; ese espacio inasible que es, no obstante, la fuerza motriz de un gobierno: la confianza.

Quizá Noboa no sepa que fue elegido porque uno de los fenómenos más presentes y más palpables en el país es la desesperanza, causada por una crisis colectiva y multiforme que también se explica por un profundo sentimiento de no-futuro. Él encarnaba, como ocurre de manera tan automática como inconsciente en la política, la nueva oportunidad. Y tras dos años de espera se está convirtiendo en la nueva decepción; en el político que traiciona la esperanza que representó.

No parece ser un gran problema para él que se hace invisible o que, sin recato, se declara abiertamente ausente. Pero ahonda para el país los peligros derivados de andar sin brújula, de lidiar con el vacío causado por la falta de dirección ante la inseguridad y los retos económicos, tecnológicos y culturales y el distanciamiento, cada vez mayor, de los ciudadanos con instituciones disfuncionales. Noboa y su gobierno han vuelto acucioso el interrogante de saber si se puede vivir sin esperanza; ese pilar que da sentido a la razón de vivir.

Se dirá que los electores de a pie nada esperan del Estado. Es verdad. Parte del drama del país es precisamente la desconexión de masas enteras de un Estado que solo es percibido como cobrador de impuestos o dispensador de bonos. Noboa, en vez de cambiar esa percepción, la reforzó. Sigue creando clientelas. Y en vez de diluir hasta enterrar los abusos, el cinismo, la opacidad y las corruptelas del correísmo, luce empeñado en anclarlas definitivamente en esas instituciones que tanto inquietan a la nación.

El daño no es solo para su gobierno que con audacia torpe se pega tiros en la nuca. El daño es para un país que ahora tiene las dos principales fuerzas políticas compitiendo por un modelo vetusto, corrupto y arbitrario que da la espalda al presente y elimina cualquier viento de esperanza. Eso equivale no solo vivir sin esperanza sino a vivir sin alternativa de ningún tipo.

Noboa llegó al poder, según sus consejeros, con la estrategia de la boa constrictor: rodear al correísmo y apretujarlo hasta desaparecerlo. Hoy es su símil. Logró esa asimilación, que en parte es retórica, copiando la mecánica turbia operada por los personajes oscuros, cercanos a Correa, que llevó a su gobierno. Fausto Jarrín es el más citado. Entregar con su supuesto rival la presidencia del Consejo de la Judicatura a Mario Godoy, es un acto desquiciado y sin retorno. De esa forma Noboa clausuró la puerta de un posible cambio, la trancó y botó la llave.

Ecuador vuelve a comprobar, como si hiciera falta, que carece de elites. Que Guayaquil produce gobernantes-caudillos como Jaime Nebot, Rafael Correa o Daniel Noboa. Que Quito ya no genera líderes. Que Cuenca es buena fabricando burócratas funcionales y que los indígenas son rehenes irredentos del pensamiento anacrónico de la vieja izquierda. Y que las dirigencias empresariales, escandalizadas a veces por el circo político, terminan validando esas lógicas por conveniencia o por temor.

Otra decepción implica seguir en modo sobrevivencia. En ese espectáculo miserable de opacidad y ocultamiento por parte del gobierno y de comedia bufa del correísmo convertido, por un acto de prestidigitación, en referente ético.

La sociedad política anda estacionada en su cinismo y sus corruptelas sin percatarse de que el país real está abandonado y sumido en la desesperanza. Sin alternativa. Sin línea institucional de cambio en el horizonte. Con una justicia capturada. Con una oposición que desde un pasado falaz cuestiona la legitimidad de cualquier poder. Con problemas lacerantes que se acumulan.

Con todo ello junto, la desesperanza tiene pasaporte hacia cualquier dirección, con efectos impredecibles. Porque para una persona puede ser un problema filosófico, pero para una sociedad es una pócima letal.