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Rubén Montoya Vega | La castración más urgente

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Si la medida quiere ser justa necesita componentes que garanticen su probidad y eficacia

El presidente de la República, Daniel Noboa, ha propuesto la castración química para violadores. Que un jefe de Estado reaccione activamente frente a horrores sociales es deseable. Pero si la medida quiere ser justa necesita componentes que garanticen su probidad y eficacia. Si no, puede ser apenas un acto demagógico. Y este pinta para serlo, a menos que resuelva lo esencial.

Primera objeción: “pensaron que el poder los iba a proteger. Como antes, como siempre. Esta vez, no”, dijo el presidente al lanzar la idea y como reacción ante una violación que involucra, como presunto autor, a un asambleísta opositor. No parece una decisión que surja de una toma de conciencia sobre la profundidad de un problema que ni él, ni nosotros como sociedad, hemos abordado.

Segunda objeción y a esto me refiero: ¿dónde estábamos, él, usted, yo, cuando el presidente Lenín Moreno vetó la Ley Revaas, que creaba el Registro Nacional para agresores sexuales de menores? Aprobada por unanimidad de los asambleístas de la época (o sea que no “siempre” han sido protegidos los violadores) fue la reacción apurada a un caso que quizás ya hemos olvidado: el abuso sexual a 43, sí, 43 estudiantes por parte de su profesor en una academia quiteña. ¿Lo recuerda? ¿Y recuerda el Caso Principito? ¿O el Caso Mangajo, que condenó a un violador, luego de 10, sí, 10 acusaciones en su contra? ¿No? Qué fácil olvida usted, si me permite decirlo.

Resumiendo: ¿deben ser castrados los violadores de menores? Quizás sí, y no solo químicamente. O no solo los de menores… Pero eso es apenas parte del problema. Es la muestra más atroz, pero no la única: en Ecuador, 1 de cada 4 mujeres ha sufrido de agresión sexual, 6 de cada 10 han padecido algún tipo de violencia y, ojo, 4 de cada 5 adolescentes embarazadas tienen entre 10 y 14 años. Son las cifras del espanto; las de un país estructuralmente violento. Por eso, la respuesta merece una discusión serena y nacional. No puede ser reactiva, sino propositiva. No debe ser ordenada por el cálculo politiquero, sino por la conciencia moral, cívica. Tal vez así, algún día, castremos de nuestro paisaje a la violencia.