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Los zapatos de la asambleísta

Avatar del Roberto Aguilar

"El traje de los políticos puede ser un mensaje de interés público. Abstenerse de interpretarlo nomás para no herir susceptibilidades es un acto de negligencia"

¡Machistas! ¡Misóginos! ¡Patriarcales! En días pasados, este Diario publicó un artículo sobre el traje que lució la vicepresidenta María Alejandra Muñoz el día de su investidura. Enseguida le llovieron los anatemas de los más conspicuos representantes de la cultura de la cancelación, que es como ha dado en llamarse al fanatismo de la corrección política. Buscan imponer una censura y de la censura hay que defenderse. Siempre.

En primer lugar, no es verdad que los políticos hombres no reciben críticas por su apariencia. Este país se pasó diez años comentando las camisas del presidente, los sombreros del ministro, las coronas de plumas con traje Armani del asambleísta, el travieso peinado del funcionario... Otra cosa es que la moda masculina dé menos juego que la femenina. Cuando el traje de etiqueta consiste en un terno con una corbata hay poco que decir. Véase la alfombra roja del Oscar. Por eso, seguramente, no se comentó la apariencia de Otto Sonnenholzner cuando fue investido como vicepresidente y sí la de María Alejandra Muñoz. Y, por eso, descalificar ese comentario como machista es, en el mejor de los casos, un exceso de susceptibilidad; en el peor, un gesto de oportunismo intolerable.

Oportunismo intolerable: Marcela Aguiñaga pone el artículo de Expreso como ejemplo de “una sociedad de estereotipos, machista y misógina”. Ella, que no dijo ni pío cuando el macho alfa de su tribu, baboso incorregible, se soltó esa patochada de las minifaldas y de la igualdad de género para mejorar la farra. Ella, que por orden de ese mismo macho votó a favor de la criminalización del aborto en casos de embarazo por violación y luego dijo: “seré sumisa una y mil veces…”. Ahora lee una crítica al vestuario de la vicepresidenta y se escandaliza. Oportunista.

¿No se puede comentar el vestuario de los políticos? ¿Es ocioso? En tal caso habría que echar a la basura los libros de semiótica. Habría que cancelar a Lipovetski, el filósofo francés que calificó el ‘Prêt-à-porter’ como la gran revolución democrática de nuestro tiempo. Habría que cancelar a Umberto Eco, para quien criticar la pasarela de Milán era hablar sobre política. Porque el traje, el vestido, la apariencia, significan, comunican un mensaje. Gabriela Rivadeneira, electa presidenta de la Asamblea, dirige su primera sesión luciendo un ostentoso collar de indígena otavaleña. ¿No es eso un discurso? María Fernanda Espinosa, nombrada ministra de Defensa, asiste a su primera ceremonia castrense vestida de verde oliva, con una chaqueta de corte Manuela Sáenz. ¿No es eso un mensaje? “La vi muy religiosa, parecía una monja”, dijo a este Diario la modista Catalina Wood a propósito del traje de la vicepresidenta Muñoz el día de su investidura. ¿No es esa apariencia perfectamente coherente con un discurso que parecía diseñado para el púlpito? ¿No es eso políticamente relevante?

Sí, el vestido de los políticos puede ser un mensaje de interés público. Abstenerse de interpretarlo para no herir susceptibilidades es un acto de negligencia. Marcela Aguiñaga, por ejemplo, se presenta como socialista y pertenece a un movimiento que dice romper lanzas por los pobres en la lucha contra la desigualdad social. Pero calza zapatos Ferragamo, de más de mil dólares el par. Cuatro salarios básicos lleva en sus pies esta luchadora por la igualdad. ¿No es este dato más elocuente que todas sus proclamas?.