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La salida, para variar, no es política

Avatar del Roberto Aguilar

¿A los abogados que utilizan el Estado de derechos para burlarse del Derecho? ¿A los alcaldes que los controlan? La salida, claro, no es política. Ojalá y por última vez

Qué tan desastrosa será la élite política ecuatoriana que los abogados han terminado por hacerse cargo del muerto. Se trate de la inscripción de un candidato, del juicio político de un ministro o de la destitución de un funcionario corrupto, aquí nadie mueve un dedo si no viene primero un constitucionalista que descifre la situación y nos explique qué hacer. En las tertulias radiales se habla de política y son los abogados los que dicen cómo son las cosas. Así ha de ser, pensamos vagamente los ecuatorianos. Alguien tendría que decirnos que no, que no es normal. Que las expresiones “vacío legal” y “trama jurídica” no son habituales en el vocabulario político de las democracias de verdad, donde las reglas del juego están claras y todo el mundo las da por sobreentendidas. Que no es normal tener alcaldes y prefectos con grillete electrónico, presentándose todos los lunes ante un juez nomás para estar seguros de que no se escapen. Que no es normal que la administración de los asuntos públicos tropiece a cada momento con recursos de protección, con órdenes de amparo que lo paralizan todo. Que no es normal (y resulta profundamente indeseable) que la Corte Constitucional tenga que intervenir a cada rato para sacar a los políticos de los berenjenales absurdos en los que se meten irremediablemente cada tanto por inútiles. Que todo eso es una aberración sin nombre y sólo puede significar dos cosas: incompetencia manifiesta y corrupción desbocada.

Es como si la política se encontrara en permanente estado de excepción. ¿Desde cuándo? Años. Imposible olvidar a la intrigante y retorcida Silvia Salgado cuando evaporaba juicios políticos a manos llenas en tiempos del correísmo, con el pretexto de que la justicia no se había pronunciado aún (así pretendió salvar a Pedro Delgado, nada menos), y convirtiendo a la Comisión de Fiscalización de la Asamblea en comisión de archivo. Imposible olvidar la letra que le añadieron a la Constitución en Montecristi (una simple ‘s’) para degradar el Estado de Derecho, convertirlo en Estado de derechos (como si el Estado de Derecho no fuera, precisamente, la mejor garantía para la protección de los derechos) y abrir así la posibilidad de que cualquier palurdo se pare ante los micrófonos de los noticieros a dar clases de derechos humanos, con media jeta. Hasta Jorge Yunda se atrevió a hacerlo el otro día desde la montaña de expedientes judiciales y acusaciones fiscales y escándalos públicos y pestilencias administrativas donde se encuentra hundido hasta el cogote. Y añadía: “cualquier estudiante de primer año de derecho lo sabe”. Cuando se dispone de jueces a control remoto en un Estado de derechos hasta el bajista de Sahiro pontifica. Hasta un borrico lo haría.

No es nada nuevo: la crisis institucional que sufre la capital de la República es apenas el episodio más extremo de esta suerte de estado de excepción de la política que hace del Ecuador un país ingobernable. Pero precisamente por su visibilidad, el caso Yunda es quizá la oportunidad para empezar a enderezar las cosas. ¿Y si partimos destituyendo a los jueces a control remoto que han convertido las medidas de amparo en herramientas de bloqueo político? ¿A los abogados que utilizan el Estado de derechos para burlarse del Derecho? ¿A los alcaldes que los controlan? La salida, claro, no es política. Ojalá y por última vez.