Proyecto político: impunidad

Su proyecto político tiene un nombre: impunidad. Y eso es imperdonable
¿Quién mandó a fabricar los escudos metálicos? Los había por decenas, distribuidos entre los manifestantes más violentos, los que se protegían para disparar. En un galpón de Quito la Policía encontró uno de los talleres donde los hacían en serie. ¿Quién pagó por ellos? ¿Cuánto?
¿Quién entrenó a ese pequeño ejército de artilleros armados con bazucas de PVC que disparaban contra la Policía y se disponían en varias líneas de combate con funciones especializadas?
¿Quién planificó y financió la logística de camiones de aprovisionamiento, relevo de manifestantes y distribución de material para barricadas en los puntos conflictivos de la capital que, según acaba de demostrar el documental ‘El laberinto’, de Carlos Andrés Vera, fueron muchos más de los 180 que calculaba el gobierno de ese entonces y estaban mucho mejor organizados de lo que se pretende?
¿Quién contrató a los lumpemproletarios que recorrieron la ciudad en camionetas aterrorizando a los vecinos? Sabemos, por algunos testimonios, que les pagaban entre 40 y 60 dólares por salida. Y estamos hablando de cientos de personas por tres o cuatro días.
¿Cuánto costó todo esto?
¿Quién asumió el gasto?
¿De dónde sacó la plata?
Quizá nunca lo sabremos con detalle. Nunca se establecerá la verdad judicial sobre los hechos de octubre de 2019. Ni las responsabilidades individuales por los crímenes cometidos durante ese estallido de violencia. Para impedirlo, la Asamblea dictó el paquete de amnistías más aberrante que recuerde la historia de este país, concebido para ocultar la verdad y desvanecer las culpas.
Amnistía, se ha dicho hasta el cansancio, es perdón y olvido. Pero este gesto de generosidad resulta humanamente imposible en este caso. Porque es un engaño. Básicamente, la Asamblea pretende que olvidemos las verdades que nos impide conocer; que perdonemos a quien no se arrepiente ni asume lo que ha hecho; que dejemos en el pasado lo que de un momento a otro, no se cansan de lanzar esta amenaza, puede repetirse en el futuro; y que, sobre la base de esta transacción en la que unos toman a otros por imbéciles, construyamos la paz. Hay que ser miserable y perverso para montar un operativo de impunidad y disfrazarlo de reconciliación.
Así que nada: ni perdón ni olvido. Sabemos quiénes son: el único movimiento político que llegó a la aberración de impartir entrenamiento militar a civiles para cascar civiles (ahí están los videos del supuesto pícnic del impresentable Rodrigo Collaguazo); el único movimiento político que se ha preparado por años para tumbar gobiernos, aprovechando cualquier descontento social para echar gasolina y pasar “de la resistencia pasiva a la resistencia combativa”, como instruía el deplorable Ricardo Patiño a sus bases; el único movimiento político del que nos consta que perfeccionó sus herramientas para movilizar lumpemproletarios con fines de intimidación. Los que declaran sus intenciones de llegar al poder para quedarse treinta años y tomarse la justicia, como anunció Andrés Arauz. Los que defienden la violencia como un mecanismo legítimo de cambio, como escribió Leonidas Iza. Los que conciben la democracia como un sistema burgués que hay que demoler. Y que son, para colmo, una cuerda de rateros. A esos no hay que perdonarlos: hay que aislarlos y ponerlos en evidencia. Porque siguen incrustados en el sistema político para carcomer la democracia, para enriquecerse y garantizarse una vía de escape cuando se les acabe el sucre. Su proyecto político tiene un nombre: impunidad. Y eso es imperdonable.