Columnas

Demócratas de a perro

Los antidemócratas ecuatorianos creen fervientemente en lo que hacen y trabajan duro para conseguirlo. Los demócratas, en cambio, no están seguros

Los políticos del país que se identifican a sí mismos como demócratas se dividen en dos grupos: aquellos que defienden y creen en las instituciones, el orden constitucional y los principios de legalidad de la democracia, y aquellos que defienden y creen en las instituciones, el orden constitucional y los principios de legalidad de la democracia mientras no están en el poder. En cuanto llegan a estarlo, estos últimos se dedican, con entusiasmo y empeño, a la demolición consciente y deliberada de las instituciones, el orden constitucional y los principios de legalidad de la democracia, que no son para ellos sino instrumentos efectivos aunque engorrosos para conquistar el poder pero inútiles fardos a la hora de ejercerlo.

Para abreviar, llamaremos “demócratas propiamente dichos” a los del primer grupo y “correístas y aliados” a los del segundo. Este nombre puede resultar reduccionista porque, a la hora del té, multitudes vociferantes de políticos de todas las tendencias terminan identificándose con ellos. El hecho es que, puestos sobre el tablero donde se establece quién es quién (en la Asamblea, por ejemplo, o en el CPCCS), su destino final es aliarse con los correístas, y así ha ocurrido. Pasó con Leonidas Iza. Antidemócratas, en suma.

Las diferencias entre unos y otros son muy claras: los antidemócratas creen fervientemente en lo que están haciendo, son gente de convicciones fuertes que profesan la fe del carbonero; en consecuencia, son disciplinados y trabajadores; se la pasan en campaña permanente, organizando a sus bases; sus reveses electorales no hacen sino reforzar su convencimiento de que van por el camino correcto, a saber: demoler la democracia burguesa con sus propias herramientas y desde dentro.

Los demócratas, en cambio, no están seguros. No terminan de creer del todo ni en la democracia que dicen defender (y que, francamente, también les estorba) ni en la gravedad de la amenaza que los otros representan para las instituciones, el orden constitucional y el principio de legalidad. En el fondo, les da vergüenza. A la tibieza de sus convicciones corresponde la liviandad de su compromiso. Si los antidemócratas se la pasan cuatro años organizando a sus bases, los demócratas aparecen en vísperas de las elecciones para ver qué pescan. El resto del tiempo cultivan brócoli. O lo que fuera.

Los reveses en las urnas desinflan a los demócratas. Ni bien pierden una elección, hacen ‘mutis’ por el foro con el rabo entre las piernas, pensando confusamente que han quedado descalificados. Si parecían convencidos, por ejemplo, de que el CPCCS era un engendro institucional diseñado para controlar todos los poderes, como en efecto es, un organismo que habría que eliminar o, por lo menos, despojar de sus facultades, como proponía la consulta popular, basta con la victoria del “No” para que olviden esa convicción. A lo mejor, piensan, habría que pactar con los antidemócratas para conseguir una cuota de representación en ese engendro, como ya hizo Jaime Nebot. Porque los antidemócratas ganaron, no pueden ser tan malos: pregunten a los ciudadanos de esta democracia de voto obligatorio. La mayoría de los llamados a decidir el futuro del país está más pendiente de las graciosas evoluciones de Carolina Jaume que de la suerte del CPCCS (esto es literal, quien siguiera las tendencias de redes en los días posteriores a la elección lo sabe), así que da lo mismo. Quizá tocaba votar por los que se ven más seguros de sí mismos.