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Roberto Aguilar | Jorge Glas no sería peor si fuera un chonekiller

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Ser testigo del dolor inenarrable de las víctimas y sentarse a conspirar sobre la mejor manera de lucrar a sus costillas

No reconstruyeron el hospital de Pedernales pero sí hicieron un parque que nadie había pedido y que terminó inundándose, porque omitieron la precaución indispensable (de hecho: obligatoria) de estudiar las condiciones del terreno. Dejaron muchas escuelas tal como quedaron después del terremoto, en ruinas, y, a sus alumnos, recibiendo clases, ¡hasta el día de hoy!, en infraestructuras provisionales cada vez en peor estado; pero levantaron, en Jama, un puente innecesario, al lado de otro que no hacía falta reemplazar porque ni se cayó ni sufrió daños. Tampoco aprovecharon la ocasión (ni los fondos: tres mil millones recaudados en todo el Ecuador y donados por países amigos) para dotar de alcantarillado a una zona insalubre desde siempre pero más insalubre después del terremoto; en su lugar, construyeron unos muelles para pescadores que nunca nadie usó, hechos sobre bancos de arena, inutilizables, y un hospital en Chone, sobre terreno inestable y sin tecnología sismorresistente, no porque sus gestores fueran unos imbéciles (o quizás también) sino porque eran unas ratas.

Como estas, once obras no prioritarias identificó la Fiscalía, por un valor total de 250 millones de dólares. Son, apenas, la punta del iceberg en este caso de desvío de los fondos de la reconstrucción de Manabí y Esmeraldas para beneficiar a un puñado de contratistas que resultaron ser, oh coincidencia, familiares de Carlos Bernal, el secretario del Comité de Reconstrucción. Es apenas natural que él y Jorge Glas, presidente de ese mismo Comité, sean declarados culpables de peculado y condenados a 13 años de prisión.

El correísmo, por supuesto, lo niega todo, empezando (y esto es lo más chocante) por la existencia del delito. “Se me está juzgando por diferencias de opinión entre lo que era prioritario o no”, dijo este cínico, despreciable delincuente que ya acumula, con esta, tres sentencias, y cuyos vínculos con el narcotráfico también han quedado expuestos en los tribunales (basta decir que fue Leandro Norero quien pagó de su bolsillo a Emerson Curipallo, el juez corrupto que lo liberó). Y sus cómplices, políticos activos aunque algunos prófugos, alegan: nadie puede ser condenado por impulsar obras, por priorizarlas. Habiendo convertido la negación en un instinto, no perciben que la atrocidad de este delito es tal que en ella se estrella cualquier teoría retórica del ‘lawfare’. Robar a quien lo ha perdido todo; recorrer la zona de la tragedia, ser testigo del dolor inenarrable de las víctimas y, al mismo tiempo, sentarse a conspirar sobre la mejor manera de lucrar a sus costillas: es el mismo desprecio por la vida, la misma amoralidad del sicario que dispara a discreción sin importarle si entre sus víctimas hay niños. No hay diferencia. Cabe preguntarse si delincuentes de la calaña de Rasquiña o Jorge Glas (al fin y al cabo compartían abogado) son rehabilitables.

Este es el tipo de delincuentes que el correísmo nutrió y continúa solapando. Y no es que semejante corrupción se infiltrara en la organización política, que va: constituía su mismo núcleo. Estos tipos son tan despreciables como los choneros. Cualquier correísta que, ante esta sentencia, no tome distancia públicamente de las atrocidades cometidas y de sus perpetradores, será su cómplice.