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Rafael Oyarte | Debate parlamentario

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Se debe retomar el impedimento de leer las alocuciones

Hasta 2007 las leyes se aprobaban artículo por artículo, lo que obligaba a que en el debate parlamentario las observaciones de los legisladores fueran concretas, examinándose el contenido de cada una de las disposiciones, las contradicciones o vacíos que podía contener el proyecto. Todo cambió ese año: las leyes comenzaron a aprobarse en total y, por excepción, por secciones, lo que trajo como consecuencia que la discusión parlamentaria se vuelva, habitualmente, vacua. Se dicen generalidades sobre la ley, y poco y nada más, incluso por asambleístas que, notoriamente, ni han hojeado la ley a la que deberían referirse. Al final, entonces, no es lo que se dice en el Pleno, sino lo que se hace en las comisiones lo que importaría. Si a eso se suma que la ley limita a los legisladores que sí quieren aportar en la construcción de la ley, que solo pueden hacer dos cortas intervenciones, privilegiando a quienes usan esos minutos para realizar un parloteo inservible, imposibilita al que, siendo un conocedor de la materia, quiere discutir la inclusión de preceptos inadecuados, inconvenientes y hasta impertinentes en el proyecto de ley, así como observar contradicciones y vacíos en que se incurre en el trámite parlamentario. A todo ello se agrega que la ley complica las observaciones realizadas en el segundo debate, siendo el ponente del proyecto quien debe llevarlas a la comisión para que se analice su incorporación, debiéndose indicar los cambios antes de la votación. Recordemos casos en los que se votaba una ley, como la de comunicación, en la que ni los asambleístas sabían cuál era el texto que se había aprobado.

Se debe retomar el impedimento de leer las alocuciones. Esa prohibición que existía antiguamente tenía una finalidad, la cual no era resaltar a los legisladores hábiles en la oratoria, sino frenar discursos que no son propios del congresista, dándose el triste espectáculo de presenciar penosas lecturas de libelos que, notoriamente, no solo que no han sido preparados por el legislador, sino que, evidentemente, ni siquiera son conocidos por él, de modo previo su exposición. La consecuencia es que leyes recién publicadas sean reformadas casi de inmediato, o que sean modificadas una y otra vez por la improvisación y la incapacidad con las que se las cambia, primando la pirotecnia legislativa.