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Martín Pallares: ¿Por qué esto fue tan anodino?

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Que la campaña haya sido tediosa no debería llamar mayormente la atención de no ser por el origen del proceso: la muerte cruzada.

Se suponía que esta campaña iba a ser apasionada y vibrante, pero fue aburrida y vacua. Si hubo circunstancias cargadas de emoción fue o por el trauma que produjo el asesinato de Fernando Villavicencio o por algunos momentos más vinculados al entretenimiento: Bolívar Armijos en el primer debate, los TikToks de Lavinia Valbonesi y, sobre todo, la genialidad marquetinera de los muñecos de cartón de Daniel Noboa. Pero la disputa programática o ideológica fue un himno a la nada.

Que la campaña haya sido tediosa no debería llamar mayormente la atención de no ser por el origen del proceso: la muerte cruzada. Los promotores del juicio político a Guillermo Lasso pintaron un escenario en el que los ecuatorianos ya no aguantaban un minuto más de neoliberalismo criminal. Hay que recordar los gritos destemplados de quienes se atribuían entonces la vocería popular como las asambleístas Mónica Palacios y Viviana Veloz, sobre la desesperación del pueblo por librarse no solo de un presidente neoliberal sino de un narcotraficante que se merecía el mote de Gran Padrino por sus instintos asesinos. De acuerdo con ese guion, lo obvio era que se hubiera desatado una campaña a muerte.

¿Qué pasó entonces? Seguramente hay muchos elementos que lo expliquen, pero hay uno que vale la pena mencionar: el fracaso del discurso antineoliberal que tanto promovieron el correísmo y la izquierda para combatir a Noboa. La explicación puede estar en la tesis del brillante sociólogo argentino Pablo Semán que, durante los últimos tres años, ha estudiado y convivido con los sectores marginales convertidos ahora en la principal fuerza electoral del libertario Javier Milei. Dice Semán, al que no se lo puede achacar de derechista, que en la región se ha consolidado una nueva economía que es la del distribuidor de Rapi, del conductor de Uber, de la señora que se instala en una vereda a vender comida, del influencer y de quienes expenden frutas en los semáforos. Esta población, cada vez más grande, no cree que el Estado le va a solucionar sus problemas, sino su esfuerzo personal. Es más, su experiencia vital le dice que el Estado ni le da salud ni educación, pero en cambio le pone trabas a su trabajo con regulaciones. Por eso es inmune a la hasta hace poco tan potente narrativa antineoliberal. Ahí está, quizá, el comienzo del fin del correísmo: su discurso se está quedando con el auditorio vacío.