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El amor y el miedo

Pedro se dejó perdonar. También hubiese querido escribir de Juan, el amigo que sin entender y con miedo, estuvo. Un día escribiremos de Juan, y de esos Juanes que tampoco se fueron.

Seguro que esperaban esa noche como quien espera un merecido descanso, como una tertulia cero estrés. Habían experimentado situaciones distintas a las anteriores. Ya esa recién nacida alegría espiritual de ser los íntimos amigos de Jesús y de que con ese categoría y por primera vez celebrarían la Pascua, iba quedando corta, atrás y enredada en preguntas.

Debieron haber sentido que toda esa intimidad vivida no les alcanzaba para encontrar respuestas. ¿Usar el látigo? ¿Se habrá vuelto loco, activista de la liberación del pueblo, juez de una era nueva? ¿Sus amigos en Betania? ¿Y eso de mandar a desatar el asno que estaba en tal lugar y de ir , así nomás, a una casa y anunciar que el Maestro dice que aquí cenará?

Las certezas empezaron a desaparecer. Esa vida de generosidad itineraria no era todo, habría más. Eso de andar curando enfermos era solo un capítulo. Jesús no dejaba de sorprenderlos. Y pensando que, con esas novedades finalizaría la Pascua, ansiaron la cena para echarse con su amigo para que les explique todo. Tranquilos, felices.

Quién iba a imaginarse que la traición, engendrada por el miedo de Judas a perder el control sociopolítico de la situación, iba a constituir el anuncio de la noche. Nadie quería quedarse sin Jesús. Pedro ya había experimentado este deseo de aprehenderlo. Noches atrás, antes de llegar a la ciudad, cuando le propuso a Jesús que si estaba sospechando que ahí sería entregado, mejor cambien el rumbo y se dirijan a otro destino. ¿Podrían imaginarse el rostro de Pedro cuando Jesús le responde: ¡Apártate de mí, Satanás¡ ¡Cuán mal debió sentirse si lo único que deseaba era proteger a su maestro!

Jesús pudo evitar su pasión, pero lo permitió para mostrarnos, al fin, que el Amor, y su gran misterio, vence.

No hay misterio que pueda razonarse, es cierto. Asimismo, todo miedo, con todos sus rostros y con todo el oro a los pies, nos condenará a vivir colgados en el mortal deseo de controlar todo.

Pedro se dejó perdonar. También hubiese querido escribir de Juan, el amigo que sin entender y con miedo, estuvo. Un día escribiremos de Juan, y de esos Juanes que tampoco se fueron.