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Arte, lo cotidiano y la sexualidad

Avatar del Larissa Marangoni

"No importa la época en que estemos, el poder y fuerza fálicos permanece fundamentalmente arraigados en el subconsciente masculino"

Aún siendo válidas otras perspectivas sobre el origen primigenio del arte, debemos partir de la premisa de que este ha sido parte del desarrollo de las civilizaciones. Es la pasión del hombre de construir un medio de expresión de su vida interior. Una necesidad del ser humano de comunicarse, con signos, símbolos y formas. Aunque son muchas las divergencias sobre su origen, la más comúnmente aceptada es la que describe las primeras manifestaciones artísticas con ritos y amuletos mágicos. Al hombre prehistórico no le interesaba agradar sino evocar. Con su pensamiento centrado en su relación con las fuerzas invisibles de la naturaleza y en la búsqueda de su propio sustento, la representación artística era un medio para atraer, mediante misteriosas fuerzas, la presencia real de lo inanimado. Por eso no es extraño que el hombre recurra a símbolos y animales en sus primeros pasos artísticos. En ese mundo abundan los símbolos. Algunos siguen siendo enigmáticos, pero la inmensa mayoría está relacionada con el deseo de fertilidad y procreación. No ha faltado quien haya asociado estas representaciones con la lujuria, mas lo cierto es que representan la potencia, la fertilidad necesaria para el mantenimiento de la tribu. En la cultura griega la belleza era símbolo de adoración y admiración, por lo tanto admirar la belleza de una persona joven era artístico y sublime. El prototipo de belleza era el masculino. El cuerpo del hombre era símbolo de perfección y admiración; así, el amor y sexo entre dos hombres era algo sublime. El sexo entre hombre-mujer estaba más encaminado a la procreación. Incluso había proverbios que aludían a ello: “Los jóvenes procuraban un placer tranquilo que no trastornaba el espíritu, mientras que la pasión por una mujer sumía al hombre libre en una dolorosa esclavitud” (P. Ariès y G. Duby). En las batallas de antaño, reyes y conquistadores castraban a los cautivos masculinos. Era un medio cruel pero eficaz de asegurarse de que por lo menos unos cuantos no molestarían en el futuro. Un rey, Dios destronado, tal como Osiris y todos los hijos que pudiera tener, eran castrados para asegurar que nadie reclamaría el trono. No importa la época en que estemos, el poder y fuerza fálicos permanece fundamentalmente arraigados en el subconsciente masculino.